José Luis Rodríguez Zapatero cuenta en sus memorias que, de 2011 en adelante, generaba tantos aplausos en foros internacionales como rechazo dentro de España. A Enrique Peña Nieto, que cumple dos años al frente de México, le ocurre algo parecido. Cuenta con la admiración de la revista Time y un fuerte apoyo de Estados Unidos, pero en una foto de la cumbre de APEC, en la que aparece junto a Barack Obama plantando árboles, muchos mexicanos vieron en su presidente a un sepulturero. En un país en que los jefes de Estado rara vez reciben suspensos por parte de la la opinión pública, su 37% de aprobación sorprende por negativo.
Peña Nieto se ha ganado a pulso este rechazo. Ha invertido todo su capital político en el Pacto por México, un plan ambicioso de reformas económicas y sociales. El pacto está consensuado con el Partido de la Revolución Democrática y el Partido de la Acción Nacional, pero incluye medidas polémicas. En especial su núcleo duro: la privatización de Pemex, que, según un ejecutivo de la industria petrolera, convierte a México en una “tienda de caramelos” para el mercado de hidrocarburos.
El 57% de los mexicanos se opone a la venta de Pemex. No así el gobierno estadounidense: en pago por esta medida, Obama se ha abstenido de criticar a Peña Nieto. Y no por falta de motivos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos considera que la libertad de expresión en México está “seriamente amenazada”. Las agresiones contra periodistas aumentaron un 59% en 2013. En junio el ejército mató a 22 civiles y se negó a dar explicaciones. Amnistía Internacional denuncia que el empleo de la tortura por parte de las fuerzas de seguridad aumentó un 600% entre 2003 y 2013. Según Human Rights Watch, el país pasa por la peor crisis de derechos humanos desde la matanza de estudiantes en Tlatelolco, hace más de 45 años.
Hasta la fecha, las reformas ni siquiera han generado el crecimiento económico prometido. México crecerá entre un 2,1% y un 2,6% en 2014, empujado en gran medida por la recuperación económica de EE UU. Pero es la masacre de los normalistas de Ayotzinapa la que ha catalizado la indignación con el gobierno, poniéndolo contra las cuerdas y demostrando que carece de ideas y voluntad para hacer frente al principal problema que desgarra el país.
Ayotzinapa se ha convertido en un símbolo de los problemas que afectan a la clase política mexicana: corrupción, impunidad e incapacidad de vencer al narcotráfico. La masacre obliga al gobierno a rectificar su agenda, centrándose en el narco y su penetración en las instituciones públicas. Pero la militarización del conflicto durante la presidencia de Felipe Calderón dejó un saldo devastador: entre 47.000 y 70.000 muertos, según el International Crisis Group. Peña Nieto no quiere que su agenda también quede monopolizada por el crimen, y en su reacción tardía ante la crisis demuestra que se ha quedado sin narrativa. “No tienen un plan y, lo que es más importante, no se dan cuenta de que están metidos en un lío”, señala Luis Rubio, del Wilson Center. La decisión de eliminar la policía municipal supone crear un chivo expiatorio antes que soluciones. Resulta inverosímil que el gobierno ignorase el historial de José Luis Abarca y María Pineda.
El problema de México continúa siendo el que diagnosticó Porfirio Díaz hace más de un siglo: “tan lejos de dios y tan cerca de Estados Unidos”. La frontera importa marihuana, opio y cocaína, y exporta al sur más de 250.000 armas al año. NAFTA abrió las puertas a una oleada de maíz estadounidense subsidiado, que ha hundido los cultivos locales y potenciado el de marihuana, reforzando a los carteles a expensas del campesinado. La guerra contra el narco ha socavado la soberanía de México, que actualmente cuenta con inteligencia y marines americanos operando dentro de sus fronteras, además de drones sobrevolado su espacio aéreo. A la opinión pública no se le escapa que, para reencauzar esta relación, hacen falta un “pacto por México” muy diferente al que propone Peña Nieto.