El calendario electoral español reaviva el debate sobre fake news y manipulación informativa. Como en otros países europeos, en España la cobertura de este fenómeno otorga mucha importancia a las injerencias electorales extranjeras (concretamente, de Rusia) y la acción de grupos de comunicación radicales (como Breitbart, que propulsó a Donald Trump en 2016). Pero estos casos solo representan la punta del iceberg. En Estados Unidos, Israel y los Estados del Golfo modulan el debate público con más solvencia que Rusia. En cuanto a bulos domésticos, a menudo los grandes medios de comunicación los propagan mejor que los blogs y portales extremistas. En ambos casos, la desinformación es resultado de decisiones adoptadas por los poderes públicos.
Prueba de ello es un extenso reportaje sobre Rupert Murdoch y su familia, publicado recientemente en The New York Times. En él se desgrana el funcionamiento de News Corp, el imperio mediático del magnate australiano, que hoy incluye dos tercios de la prensa de papel en su país natal, así como importantes cadenas en EEUU, Reino Unido, Italia, Alemania, India y Nueva Zelanda. La dinastía Murdoch, según el artículo, “no distingue entre política, dinero y poder; todo ello trabaja sin fricción al servicio de su expansión imperial”. Dos hijos caricaturescos –Lachlan, el primogénito y favorito, queda retratado como un macho alfa simpatizante de la extrema derecha; James parece un progresista pacato, que fracasa en su intento de adoptar una línea editorial menos reaccionaria– luchan por suceder al padre. Gana Lachlan, que en 2019 rediseña junto a Murdoch la compañía para volverla más compacta, pero también más dinámica y agresiva. Un leviatán mediático que ha impulsado a la extrema derecha en ambas orillas del Atlántico.
Rupert Murdoch con sus hijos Lachlan (izquierda) y James (derecha), en 2002. Fuente: The New York Times.
Fox News y la derecha estadounidense
Aunque controlan publicaciones prestigiosas, como el Wall Street Journal, el buque insignia de los Murdoch es Fox News, la cadena de televisión ultraconservadora a la que The New Yorker dedicó otro reportaje extenso en marzo. En la era de Trump, Fox ha trascendido su papel como cadena conservadora de referencia para convertirse, según la revista, “en lo más parecido que tenemos a una televisión de Estado”. También es la cadena con más audiencia del país, sistemáticamente por delante de rivales como CNN, MSNBC y CBS.
Fox mostró hostilidad a Trump durante las primarias republicanas, pero terminó por alinearse con el presidente y se ha convertido en su principal ariete comunicativo. Trump, por su parte, dedica una parte considerable de su tiempo a consumir programas de Fox y regurgita lo que la cadena emite. “Pensábamos que Fox News trabajaba para los republicanos”, explica el columnista neoconservador David Frum a The New York Times. “Ahora, estamos descubriendo que trabajamos para Fox News”.
Los ejemplos de sincronización entre Fox News y Trump son casi ilimitados. El programa de Sean Hannity, que se emite en horario de máxima audiencia, es tan pelota que aburre incluso a Trump, según The New York Times. Hannity, que pasa gran parte de su tiempo defendiendo la administración a capa y espada, recientemente presentó a Trump en un acto en la frontera con México. Otros presentadores, como Tucker Carlson, se dedican a blanquear a supremacistas blancos propagando bulos racistas. El actual director de comunicaciones y vicejefe de gabinete de Trump, Bill Shine, es un ex directivo de la cadena.
Más que un canal de masas conservador, Fox News es una herramienta de socialización para la derecha estadounidense. Así lo señalaron Theda Skocpol y Vanessa Williamson en su investigación pionera sobre el Tea Party. Siguiendo a la socióloga Debora Minkoff, definían la función de la cadena durante la presidencia de Obama como “una organización de activismo a escala nacional, que genera una identidad de protesta social”. Más que informar, Fox –con la asistencia de locutores radiofónicos como Rush Limbaugh– provee a los votantes republicanos de una infraestructura identitaria que les permite encajar cualquier evento en una narrativa prefabricada, en la que Trump siempre lleva la delantera frente a una oposición deslavazada y anti-americana. Poco importa lo que suceda fuera de esta burbuja comunicativa, cuya capacidad de proyección es muy superior a la de cualquier blog de ultraderecha o equipo de trolls rusos.
Este modelo parece estar consolidándose a ambos lados del espectro político. Los medios de comunicación de centro y centro-izquierda –y especialmente la cadena MSNBC– trataron la presunta cooperación de Trump con los servicios de inteligencia rusos con el mismo amarillismo irresponsable. El fin de la investigación del fiscal especial Robert Mueller, que no ha encontrado pruebas de dicha cooperación, supone un varapalo para la credibilidad de muchos medios que, desde 2016, se presentaron sí mismos como adalides del rigor informativo.
La desinformación y el Estado
Entre los aspectos a destacar en los reportajes en The New York Times y The New Yorker se cuenta el papel que han desempeñado distintos gobiernos ante el ascenso de gigantes mediáticos como News Corp. Como señala el profesor de la Universidad de Columbia Tim Wu en The Master Switch, la regulación, lejos de ser un impedimento para las tecnologías de la comunicación, siempre ha sido el instrumento que emplean para, a través de acciones cómplice del Estado, consolidar su dominio.
El caso de News Corp no es diferente. El auge de Fox News fue posible gracias a la presidencia de Ronald Reagan, que en 1987 eliminó las normativas que obligaban a las cadenas televisivas a mostrar las posiciones enfrentadas cuando abordasen cualquier tema controvertido. Tanto en Reino Unido como en EEUU, las empresas de Murdoch se valieron de una relación incestuosa con políticos y legisladores para consolidar posiciones dominantes. La administración Trump, sin ir más lejos, no puso trabas a la compra de 21st Century Fox (la productora era propiedad de los Murdoch hasta este año) por parte de Disney, que desembolsó 71.000 millones de dólares. Pero sí obstaculizó las fusiones de Time Warner con AT&T y de dos grupos mediáticos conservadores, Sinclair y Tribune, que hubiesen disputado a Murdoch su modelo de negocio y monopolio sobre audiencias derechistas.
En casos de este tipo, los poderes públicos permiten la consolidación de un ecosistema mediático que alimenta la producción de noticias falsas. En otros casos, el Estado interviene de manera activa en campañas de desinformación. Aunque de ninguna manera sean los únicos, tanto Rusia como EEUU han proporcionado un sinfín de ejemplos en esta materia, especialmente durante la guerra fría.
En España, resultaría incoherente no reflexionar sobre la existencia de operaciones policiales encubiertas para desacreditar a formaciones políticas (Podemos e independentistas catalanes), sancionadas por los poderes públicos. Un entramado de fake news que conectaba a brigadas policiales “patrióticas” con pseudoperiodistas, en la que participaron, por activa y por pasiva, los principales medios de comunicación del país. Ante un escándalo que tan poco difiere del de Watergate, la prensa española ha optado por un perfil discreto.
Demasiados escándalos de desinformación, lejos de provenir de terceros países o rincones oscuros de internet, están inscritos en el funcionamiento cotidiano de la profesión periodística. Son el resultado de dinámicas estructurales, en las que –como en la dinastía Murdoch– se entremezcla información, dinero y poder. No desaparecerán señalando al Kremlin o verificando datos en redes sociales.