Un viejo proverbio, no creo que sea chino, dice que la decisión es un cuchillo afilado, de corte limpio y preciso, pero la indecisión es uno embotado que hace trizas y desgarra. La Unión Europea es un ente tan especial que, en ocasiones, y no pocas, no eres capaz de discernir cómo de afilado está el cuchillo. Hacer política exterior es tomar decisiones. Casi continuamente. La mayoría son reactivas, respuesta a hechos, actos o decisiones de otros actores. Otras activas, para hacer avanzar nuestras posiciones. De la calidad y oportunidad de las decisiones depende la excelencia de la política, o lo contrario.
El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, en su discurso sobre el estado de la Unión, reintrodujo un debate que lleva años sobre la mesa: pasar, en política exterior, de la toma de decisiones por unanimidad a la mayoría cualificada. Aunque casi desde los inicios de la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) se ha planteado esta posibilidad, el debate ha ido ganando fuerza a medida que la PESC se convertía en excepción. En efecto, otras políticas, algunas muy relevantes y, en principio, ligadas al núcleo duro de la soberanía como el antiguo pilar de justicia e interior, han adoptado la mayoría cualificada como norma. La pregunta es muy sencilla: si lo que hace la Guardia Civil puede someterse a una votación en la que España quede en minoría, ¿por qué no la acción exterior?
Me temo que es la pregunta equivocada. Los que apuestan por la mayoría cualificada creen que los problemas de la acción exterior de la UE tienen mucho que ver con la forma en que se toman las decisiones. No es así. La cuestión es otra, y de mucho más calado. Es demasiado enrevesada para ventilarla en 1.300 palabras. Pero voy a intentar al menos plantearla en términos debatibles. Para ello, dos cuestiones previas:
1/ La política exterior de la Unión no es la de un Estado al uso. Es diferente, hasta el punto de poder ser calificada como sui generis –en el sentido original, escolástico del término: un género o especie muy singular y excepcional–.
2/ Olvidémonos del europeísmo acrítico, casi infantil, que nos ha caracterizado durante lustros y planteemos la cuestión en términos de eficacia, utilidad e interés, nacional y europeo.
Sobre la primera cuestión, veamos si lo que hace a la política exterior de la Unión tan especial se modifica, se ve afectado o moderado por la mayoría cualificada. Al menos cuatro factores, de naturaleza diversa, hacen esta política “singular y excepcional”.
En primer lugar, la UE y sus Estados miembros coexisten como actores –se yuxtaponen, sería una descripción más precisa– y actúan en el mismo medio: la comunidad internacional. Es imposible que una convivencia de este tipo se desarrolle sin que la Unión, representada por sus instituciones, sea percibida como el “Estado número 29”, lo que resta coherencia y fuerza representativa.
En segundo lugar, la UE está formada por Estados muy diferentes en historia, tamaño, capacidad, percepción de riesgos e intereses; en definitiva, en la forma de entender la política exterior. Alguna potencia nuclear de 65 millones de habitantes y con una identidad exterior tan antigua como la propia comunidad internacional, convive con Estados que han alcanzado su independencia en las últimas décadas, y alguno más pequeño que el término municipal de Tarifa, provincia de Cádiz. Decir que semejante diversidad afecta a las percepciones es quedarse muy corto. Y estas son la base de la política.
En tercer lugar, hacer política exterior no es solo promover valores y defender intereses. Es también proyectar identidades. No hay una identidad europea definida, no hay un demos europeo.
Y en cuarto lugar, la UE tiene un sistema institucional extremadamente complejo, fruto de una mezcla única de lógicas intergubernamentales y supranacionales. En este sistema, el proceso que conduce a una decisión está lleno de obstáculos y trampas institucionales. En una síntesis muy europea, la política exterior es sui generis como consecuencia de la complejidad institucional, y no puede ser de otra manera precisamente porque refleja lo que la Unión es.
Tomar decisiones por mayoría cualificada afectaría al segundo y al tercer factor. Sería un elemento corrector de la diversidad, y atemperaría, sin duda, la proyección de identidades. Es más, resaltaría el comportamiento de los que ya solo parecen tener identidad y carecen de cualquier otro proyecto político común o de futuro, y que se han convertido en un auténtico cáncer para la pretensión de hablar con una voz única.
Pero ni el factor de yuxtaponerse en la comunidad internacional, ni la complejidad institucional de la UE se verán afectados, y ambos constituyen elementos de peso en la dificultad de definir una política exterior ambiciosa. En otras palabras, la mayoría cualificada puede elevar la eficacia algunos grados. ¿Merece la pena el esfuerzo? Creo que sí, el objetivo es deseable. Pero el problema de fondo es otro, y mucho más profundo.
Es interesante fijarse en el principal argumento que utilizan los que están incondicionalmente a favor, sin matices, de la mayoría cualificada. Fijándose en experiencias anteriores, política comercial, justica e interior, concluyen que cuando los Estados miembros quieren elevar el nivel de ambición en una política determinada, pronto llegan a la conclusión de que la unanimidad ralentiza el avance, e incluso impide poder adaptarse a circunstancias cambiantes. Para la Comisión, esa es la disyuntiva en la que estaríamos ahora en política exterior.
Me temo que no estamos ahí. Y, lo que es peor, que nunca hemos estado más lejos. Tomar decisiones por unanimidad se suele asimilar a consenso. En algunos casos, y es la situación ahora de la Unión, está asimilación es engañosa. La unanimidad es una técnica de toma de decisiones, aconsejable cuando se quiere la máxima inclusividad aún a riesgo de sacrificar ambición. El consenso no es una técnica, es mucho más que eso. Como nos ha recordado el 40 aniversario de nuestra Constitución, es un Estado social que se traduce, políticamente, en reglas.
En la política exterior de la Unión, el consenso ha funcionado como inspirador del método de toma de decisiones por unanimidad cuando los Estados miembros tenían un objetivo común, una visión compartida de adónde se dirigían colectivamente. Se puede tener –se tienen– diferentes ideas, diferentes intereses, pero todos están convencidos de que la mejor forma de servirlos es que la empresa común progrese. Pero el consenso no existe, es una falsa hipótesis de trabajo, y por tanto la unanimidad se convierte en barrera insalvable, cuando los participantes tienen visiones y objetivos divergentes, y la empresa común es solo un instrumento para lograr el interés particular. Utilizan entonces la unanimidad, no ya para evitar legítimamente lo que no quieren, sino para impedir que la empresa común avance. Aquí la quiebra es muy seria. Es probablemente esta percepción, cada día más aguda, la que ha hecho pensar en la mayoría cualificada como panacea para resolver el dilema, para superar el gigantesco obstáculo que confrontamos. La percepción es correcta pero el diagnóstico no lo es ni tampoco, por tanto, la prescripción.
La gran ampliación cambió la esencia de la Unión. La idea era que los recién ingresados participarían pronto del proyecto común –la aceptación del acervo era probablemente lo único innegociable y por una razón de peso–. Pero la gran recesión les ha cambiado a ellos y a nosotros. Tenemos que repensar los fundamentos, no tratar de solucionar problemas que ni siquiera concebíamos con recetas antiguas. Dicho esto; sí, apoyemos la propuesta de pasar a la mayoría cualificada, aunque solo sea porque si renunciamos a la táctica nos quedaremos sin estrategia.
Mucha sabiduría y sensatez condensadas en el artículo de Enrique Mora. Lo que no dice, porque tampoco la Comisión lo puede decir, es que la mayoría cualificada se propone precisamente para superar la creciente parálisis que supone que países como Chipre o Hungría, puedan bloquear el consenso entre los que verdaderamente cuentan tanto por población como por medios como por la magnitud de sus economías. Tampoco menciona un argumento esencial de entre los esgrimidos por la Comisión: cuando se adopta la mayoría cualificada como norma, casi nunca se vota. Es decir, si no cabe la opción del veto, los Estados Miembros conforman alianzas y si sus argumentos son sólidos, consiguen bloquear las propuestas, aunque sean minoría. Lo que no es de recibo es que 27 Estados Miembros tengan que guardar silencio o no puedan avanzar, por el veto de uno solo. O de dos. Que encima suelen ser insignificantes. Nadie pretende que la UE actúe contra el parecer de Francia, o Alemania. O sobre Venezuela contra el criterio de España. O sobre Libia contra el criterio de Italia. Ni siquiera contra el de Malta, insignificante pero vecino. Pero si que se pueda actuar sobre Venezuela o Libia pese al veto de Hungría, o el de Letonia, pongamos por caso.