El 16 de enero, Taiwán celebra unas elecciones tan esperadas como decisivas. El Kuomintang (KMT) lleva las de perder tanto en las presidenciales como en las legislativas, aunque en las últimas semanas ha recortado distancias con respecto al favorito, el Minjindang o PDP. El Partido el Pueblo Primero (PPP) no supera el 15%. La suma matemática de las dos formaciones azules (o pan-chinas) les permitiría superar al PDP, repitiéndose la historia de 2000; su división convierte también en matemáticamente imposible su victoria.
Tras una precampaña muy agitada en las filas del KMT que culminó con la escandalosa y desconcertante defenestración de la candidata inicial, Hung Hsiu-chu, a favor del presidente del partido, Eric Chu, en la agenda resucitan viejos asuntos.
En primer lugar, las denuncias cruzadas de corrupción. Primero del PDP hacia la compañera de fórmula de Chu, Jennifer Wang, acusada de beneficiarse de modo ilícito de algunas operaciones de venta de viviendas militares. El KMT reaccionó acusando a la líder del PDP, Tsai Ing-wen, de operaciones especulativas en Taipei de dudosa factura. Tras el rifirrafe, ambos casos parecen haber perdido fuerza. No así las denuncias de supuestas ventas de activos patrimoniales del KMT –numerosas parcelas y parte de un hotel– que podrían contribuir a cubrir los gastos electorales del partido. Eric Chu había prometido claridad en este aspecto que cíclicamente convulsiona la vida política, pero poco ha avanzado. El KMT es uno de los partidos más ricos del mundo.
Un debate de alcance tiene que ver con las inversiones de China continental en la isla. El anuncio de la empresa pública china Tsinghua Unigroup de una posible entrada en el capital de varias sociedades taiwanesas del sector de semiconductores provocó una gran tormenta política que obligó al ministro de Economía, John Deng, a matizar su apoyo a la inversión, condicionándolo a un consenso en función de la necesidad de preservar la protección de las tecnologías punta de la isla.
Pekín ha puesto proa a la economía para terciar en la campaña. En los diez primeros meses de 2015, autorizó un 20,9% más de inversiones en el continente. Ahora anuncia la relajación de las restricciones para que las empresas taiwanesas de diversos sectores productivos puedan invertir en muchas más provincias, con la sola exclusión de Xinjiang, Gansu, Qinghai, Mongolia Interior y Tíbet. Los críticos alertan contra los riesgos políticos y empresariales de esta operación de atracción, pero podría ser lo suficientemente sugerente como para seguir drenando recursos y talento hacia el otro lado del Estrecho en un momento en que la “nueva normalidad” requiere de nueva savia para dinamizar la economía.
Si en otro tiempo China interfería en la campaña taiwanesa lanzando misiles, es ahora Estados Unidos quien causa revuelo en Taiwán con el anuncio de la venta de material defensivo en la víspera de la campaña. La operación, por valor de 1.830 millones de dólares, tuvo la esperada reacción negativa de Pekín, que acusa a Washington de querer enturbiar el buen momento de las relaciones chino-taiwanesas tras el encuentro, en noviembre de 2015 en Singapur, entre Ma Ying-jeou y Xi Jinping. China cree que EE UU envía así un mensaje equivocado a los independentistas.
El caso es que con Ma, el artífice de la aproximación a través del Estrecho, nunca antes vendió EE UU tantas armas a Taiwán. Pero, por otra parte, con independencia de si el contenido de la venta es más o menos significativo, lo indudable es que el papel de la disuasión militar en el proceso de acercamiento entre ambos es cada día menor, aunque quizá no tanto en el escenario más amplio de las tensiones sino-estadounidenses en el mar del Sur de China.
EE UU, por ejemplo, se felicitó por las mejoras logísticas llevadas a cabo por Taiwán en la isla Taiping, la mayor de las Spratly, en las aguas disputadas, lo que podrían ayudar a mejorar también la cooperación logística entre ambas partes.