Mientras alemanes, franceses e italianos cuentan con mecanismos y redes que potencian su presencia e influencia en las instituciones comunitarias, los españoles todavía tenemos un largo camino por recorrer. La falta de una articulación o maximización del capital social español en Bruselas, no solo en las instituciones sino en todo su ecosistema, sigue manifestándose como el talón de Aquiles de su potencial en la Unión Europea.
Con la entrada de España en la UE y la llamada pionera generación del ‘86, los españoles han ido ascendiendo en la estructura de la toma de decisiones de la Unión. España ha tenido una presencia ascendente en las instituciones comunitarias, no sin estar exenta de fluctuaciones. Actualmente, España es uno de los cuatro países con mayor presencia en las instituciones europeas. En términos absolutos, 4.988 españoles están presentes en las instituciones de la Unión (alrededor de un 8,2% del total). De este total, aproximadamente 1.306 españoles ostentan las cotizadas categorías funcionariales europeas de administrador y otras superiores (8,4% del total).
Las cifras son considerables, y denotan una fuerte presencia. No obstante, la influencia no ha ido de la mano con esta tendencia. Al fin y al cabo, distan de ser sinónimos. Además, diversas investigaciones han puesto de manifiesto otros factores como obstáculos a una mayor influencia: la ampliación de 2004 y la consecuente entrada de 10 nuevos Estados miembros; la existencia de un cierto europeísmo acrítico durante décadas, junto a la ausencia de una arraigada cultura de lobby y de emprendimiento, entre otros.
Las capacidades de poder institucional de España en el ámbito comunitario, la existencia de un fuerte europeísmo, y las buenas relaciones con otros actores clave como, por ejemplo, Alemania o Francia no han sido del todo suficientes. Estos factores han contribuido a que España desempeñe un papel fundamental entre los países más grandes de la UE, o al menos con mayor peso político, apuntalando iniciativas o ejerciendo de bisagra en alianzas europeas. Ciertamente, cada vez más ejerce como un actor político europeo responsable, flexible y ambicioso, creando así coaliciones entre los diversos bloques que emergen ante las diferentes crisis que ha ido atravesando el continente en los últimos años. Sin embargo, la influencia va más allá de jugar bien sus cartas en las alianzas, ocupar “top jobs” y puestos de alta responsabilidad. La influencia debe ser una constante percibida por actores homólogos y antagónicos, si no es percibida no existe. Para ello, esta debe estar apuntalada en la estructura de un andamiaje polifacético como lo es la UE, desde nuestros comisarios hasta el cuerpo de funcionarios de la “burbuja de Bruselas” y su fontanería.
La literatura actual al respecto aborda comprehensivamente el asunto, y sus inferencias van por el buen camino. Aun así, la cuestión de la influencia no deja de ser mayormente abordada desde un punto de visto (neo)institucional, donde cada uno de los factores anteriores son epifenómenos por sí mismos. Y, para tener una visión ontológica de la influencia de España en la UE, es necesario añadir una última pieza al puzle.
La problemática no es solo cuestión de la capacidad de influir de actores españoles o de “agencia”, en la que los distintos agentes aprovechen al máximo su papel. El español en las instituciones, aun siendo conocido por sus dotes de sociabilidad, podría ser más asociativo. ¿Dónde encontrar entonces la piedra angular? En la articulación de nuestro capital social, entendido en palabras de Robert Putnam, como la organización o asociación entre individuos que aspiran a facilitar la acción y la cooperación sociopolítica para el beneficio mutuo.
Mientras los alemanes cuentan con grupos muy organizados y los italianos disponen de efectivas redes de contacto y apoyo como lo es la Rete Giovani Italiani in Belgio (REGIB), España cuenta con la Unidad de Apoyo para españoles (UDA) en la Representación Permanente de España ante la UE, o de iniciativas como la Asociación de Españoles en Instituciones Europeas (AEFICE). Sin embargo, no existe una red española menos institucional y solemne que aglutine esa comunidad nacional dentro y fuera de las instituciones de la UE, que cultive y fortalezca relaciones. Necesitamos dar rienda suelta a ese capital de forma que posibilite nuestra acción colectiva en defensa de los intereses y necesidades de España en el marco de la Unión de forma consensual. Debemos aunar ese potencial en bruto con el que contamos con cada español y española en Bruselas.
Una auténtica red social
A raíz de ello, surge en 2022 el Club Social Madariaga, que busca situarse como el lugar común de los españoles y españolas en Bruselas que trabajan tanto en las instituciones como en todo su cosmos aledaño. A día de hoy, sus miembros proceden tanto del Parlamento Europeo, la Comisión Europea y el Consejo, así como del sector privado y de la sociedad civil en Bruselas.
Esta iniciativa, mediante el manto de la realización de intercambios sociales entre sus miembros y con ponentes de alto nivel, tiene como naturaleza unir a españoles de diferentes orientaciones políticas bajo un mismo estandarte: “el fortalecimiento de la influencia de España en la UE”. En su seno se propicia el encuentro y el debate, así como la concepción de iniciativas que contribuyan a vehicular o articular esa visión estratégica española en el futuro de Europa y en el conexo porvenir de ambos.
Tras más de un año y medio de vida y consolidación, el Club Madariaga responde a esa necesidad de facilitar un lugar de encuentro que pueda potenciar una consciencia (o sinergia) colectiva entre diferentes actores españoles. El mero hecho de compartir un espacio y tiempo para el intercambio de ideas y opiniones, que podrán tener eco más allá del encuentro, favorece que seamos más asociativos, y por ende más influyentes. La falta de asociacionismo es una de las principales razones en el origen de esta iniciativa, la carencia de un espacio en el que españoles en Bruselas podamos encontrarnos y conocernos fácilmente, apoyarnos profesionalmente y compartir experiencias de manera informal.
La articulación de este capital social coge forma no solo en las actividades semanales del club juntando, por ejemplo, a experimentados funcionarios españoles en cargos de responsabilidad con aquellos que todavía seamos más o menos neófitos. Sino también en la elaboración de iniciativas como contribuir en el impulso de la inclusión del español como una de las lenguas de trabajo de la Unión. Una acción para la que la presidencia española del Consejo de la UE que ahora comienza puede generar un marco propicio. En este sentido, cada miembro es una baza y el club un vehículo.
El Club Madariaga aspira a crear una comunidad social, un sistema integrado que cree sinergias para explotar ese elevado capital social que tenemos. Sus miembros formamos una aleación con un objetivo común: situar a nuestro país en la vanguardia de la UE.