Malí es uno de esos países africanos que, al mirarlos en un mapa, instintivamente nos hace pensar: “Parece que hayan trazado las fronteras con tiralíneas”. A simple vista, se prevén grandes diferencias entre el norte y el sur. Y al adentrarnos en la realidad del país se cumplen las expectativas: un Sur donde se encuentra la capital y el gobierno, un Norte –dos tercios del país– que nunca se ha visto atendido por las autoridades. Una identidad marcadamente diferente, una reivindicación de autonomía territorial en el Azawad. Tuaregs pro-independencia, pero también pro-gubernamentales. Redes de crimen organizado en todo el país y desmoronamiento progresivo del poder central. Como culmen, la irrupción del terrorismo yihadista.
La República de Malí resulta un pivote geoestratégico, al ser un país de grandes dimensiones que conecta África Occidental entre sí y con el Magreb. Es, además, un bastión apetitoso para el yihadismo. Su extensión, la gran porosidad de sus fronteras y las grandes rutas de crimen organizado ya asentadas que llegan hasta Europa hacen de Malí no solo un gran campo de entrenamiento, sino un enclave operacional, como ya han podido comprobar los vecinos nigerianos de Boko Haram.
No es de extrañar, por tanto, la lectura occidental de amenaza que supone el conflicto maliense y su interés por intervenir en la región. Estados Unidos lleva años formando al ejército maliense en la lucha antiterrorista para frenar a Al-Qaeda del Magreb Islámico (AQMI). Tras el golpe de Estado de 2012, Francia fue la más rápida en reaccionar con la operación Serval ante la petición de ayuda del gobierno maliense, la amenaza para sus propios ciudadanos –la comunidad francesa de Malí asciende a 7.000 personas– y la posible ocupación de las tierras del Níger, de donde se extrae un uranio indispensable para las centrales nucleares francesas.
Pero la lucha contra el terrorismo es solo uno de los componentes de la salida de la crisis de Malí y la estabilización del Sahel. Es necesaria, por otra parte, la presencia fuerte del Estado para frenar la corrupción y los flujos económicos ilegales en el país, para lo que es indispensable una reconciliación entre las partes en conflicto.
Búsqueda de la paz
Ha habido diversos intentos para la firma de la paz entre la Coordinación de los Movimientos de la Azawad (CMA) y la Plataforma pro-Bamako. Todos ellos han pasado por la exclusión e identificación como el enemigo común de AQMI, del Movimiento por la Unicidad y la Yihad en África Occidental (Muyao) y de Ansar Dine (“los defensores de la fe”). Intentos, en cualquier caso, fallidos, por lo que la inestabilidad política continúa ante la poca voluntad de ceder de las partes. Bamako sigue sin reconocer el Azawad y el Azawad sigue dominado por los yihadistas. Mientras tanto, su población ha sido desplazada al sur del país y la CMA no está dispuesta a ceder en sus reivindicaciones territoriales, pese a que sigue habiendo población norteña que no manifiesta deseos de independencia. Podemos decir que la zona es un amalgama de actores y de intereses que hacen que los márgenes de maniobra para las negociaciones sean estrechos.
Lo más próximo a la paz fue el Acuerdo de Argel firmado por las partes en junio de 2015, que un año después genera desilusión al no haber pasado del papel. El proceso esperado de desarme, desmovilización y reintegración (DDR) se encuentra todavía en un punto muerto. “Las partes se niegan a deponer las armas antes de saber quién va a gobernar localmente, cuál será su destino y qué posiciones serán para la Plataforma y cuáles para el CMA”, indica Jean-Hervé Jézéquel, director adjunto para el proyecto de África del Oeste del International Crisis Group.
Más cascos azules
Entretanto, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobaba el 25 de junio de manera unánime la renovación de la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización en Malí (Minusma), la misión más mortífera de las Naciones Unidas hasta la actualidad, foco frecuente de ataques terroristas. Se trata, de hecho, no solo de una renovación, sino de una ampliación de la fuerza militar disponible en 2.500 efectivos. Aunque la Resolución 2164 pide también prestar mayor apoyo al restablecimiento de la autoridad del Estado en todo el país, la acción de la ONU parece contravenir este objetivo. El aumento de personal extranjero en el territorio vuelve a demostrar la poca utilidad del Estado maliense para la protección de su población, lo que juega mal favor al fortalecimiento de su legitimidad.
Tras las primeras bajas en la misión ampliada, Francia volvió a manifestar su compromiso en la lucha contra el terrorismo en Malí. Pero las experiencias en Afganistán, Irán y Somalia deberían bastar para demostrar que la intervención militar no es suficiente para el éxito si no se apoya en un Estado, instituciones y un ejército local que tomen el relevo. La operación Serval fue perfecta en su momento en términos de eficacia militar, pero el gran reto que aborda el país es el político. Es necesaria la creación de una arquitectura del poder estable que legitime a nuevas autoridades.
La amalgama de intereses, las diferentes intervenciones y las negociaciones frustradas y exitosas no deben hacernos perder de vista a quienes sufren de forma directa el conflicto: la población maliense. La situación de esta se agravó tras 2012, cuando la mayoría de las ONG de ayuda humanitaria frenaron su actividad. Malí presenta una tasa de pobreza del 43,6%, uno de los indicadores de Desarrollo Humano más bajos del mundo (IDH 0,419) y una tasa de escolarización primaria del 60%. Como decía el conocido fotógrafo maliense Malik Sidibé, “paz y colegios, luego todo mejora”. Aunque lo primero no parece ser nada fácil de conseguir en Malí.