El rey ha muerto, ¿viva el rey? Cuando Hugo Chávez falleció en marzo de 2013, se hizo patente que el principal activo de su modelo político era también su mayor problema: él mismo. Un fuerte personalismo debilitó a las instituciones venezolanas durante los 14 años de su mandato, dejando a su sucesor, Nicolás Maduro, al frente de un partido dividido y un país polarizado. Sin el carisma de su mentor y electo con un escaso margen del 50.7% del voto, el futuro de Maduro como depositario del legado de Chávez no parecía asegurado.
De ahí la pregunta, ¿hay chavismo después de Chávez? El pueblo venezolano acaba de responder a esta pregunta con un sí abrumador. En las elecciones municipales celebradas el 8 de diciembre, el oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela se ha hecho con un 55% del voto y un 70% de las alcaldías del país. Al haber planteado las elecciones como un plebiscito sobre el futuro Maduro, la coalición opositora, Mesa de la Unidad, se ve ahora debilitada. En especial su director de campaña, Henrique Capriles, candidato a la presidencia en las elecciones de marzo. El presidente, por el contrario, recibe un espaldarazo y una oportunidad de consolidar su liderazgo.
Las elecciones han tenido lugar en un clima de crispación. Cuando la oposición cuestionó el resultado de las elecciones presidenciales, Maduro calificó a los manifestante de “turba fascista”, y realizó analogías con la Alemania de Hitler. Es, ya se sabe, la Ley de Godwin. Aplicarla denota, tanto en Venezuela como en España, una falta clamorosa de argumentos. Ante una coyuntura económica nefasta (la inflación supera el 50% escasean productos y servicios básicos, se anticipa una devaluación y el déficit público ronda el 12% del PIB), el presidente ha optado por declarar una “guerra económica” contra la “burguesía parasitaria”, y pedir un aumento de los poderes del ejecutivo. Tampoco han faltado las alusiones a conspiraciones extranjeras, responsables inequívocas de los males patrios.
Así no se puede gobernar un país. Y la actitud de Maduro le está pasando factura: en el pasado, Chávez llego a controlar un 84% de los municipios venezolanos. A pesar de su derrota la oposición controla ahora 67 alcaldías: 12 más que antes de las elecciones. Las ciudades de Maracaibo, Barquisimeto, y Valencia permanecen en manos de la Mesa de la Unidad.
Salta a la vista que el estado de la democracia en Venezuela no es el mejor. Aún así, observadores internacionales verifican que el chavismo gana mayorías absolutas en elecciones limpias. Y ante este hecho es imposible clasificarlo como un totalitarismo sin echar todo rigor por la borda. Ocurre de forma similar con la excesiva idealización de la oposición: Manuel Rosales, marido de la alcaldesa de Maracaibo Eveling Trejo de Rosales, apoyó un fallido golpe de Estado en 2002. (El gobierno español, conviene recordar, hizo lo mismo.)
Si bien el futuro del bolivarianismo parece consolidado en Venezuela, no es así en el resto de la región. La Argentina kirchnerista, miembro de la nueva izquierda latinoamericana, pasa por horas bajas. Una serie de huelgas policiales han generado oleadas de saqueos a lo largo del país, y los disturbios ya se han saldado con dos muertos. El telón de fondo de semejante conflictividad social es una creciente inflación, a la que el gobierno de Cristina Fernández, lejos de combatir, ignora de forma poco convincente. La izquierda ni siquiera logra gobernar en Honduras, miembro junto a Venezuela de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). Las (impugnadas) elecciones el pasado 2 de diciembre no lograron la elección de Xiomara Castro, esposa del expresidente Manuel Zelaya. El mandatario fue derrocado por un golpe de Estado en 2009, y desde entonces se ha impuesto el dominio conservador sobre Honduras. Las iglesias evangélicas, que acogieron el golpe de 2009 como la respuesta sus plegarias, han participado activamente contra la candidatura de Castro. La demagogia de la izquierda bolivariana no es, desgraciadamente, el único generador de crispación en la región.