A juzgar por la legión de crónicas sobre sus respectivas presidencias, el encuentro de Emmanuel Macron y Donald Trump, que se celebra entre el 23 y el 25 de abril en Washington, D.C., debiera convertirse en un duelo de titanes. A un lado, el populismo nacionalista que también avanza en Europa; al otro, la reciente reencarnación de la tercera vía, que pretende renacer de sus cenizas con proyectos fuertemente personalistas (Justin Trudeau y el fracasado Matteo Renzi son otros ejemplos destacados). Trumpismo y macronismo como exponentes de tendencias políticas en alza, que amenazan con reemplazar el tradicional eje izquierda-derecha.
Lo que parece evidente a estas alturas es que estos dos proyectos pueden entenderse relativamente bien. Macron ya se ganó el respeto de Trump con una invitación a los festejos del 14 de julio, donde le impresionó con un desfile militar. Ahora aterriza en Estados Unidos con una hoja de ruta pragmática y un esqueje de roble proveniente del bosque donde los marines se enfrentaron por primera vez a tropas alemanas durante la Primera Guerra Mundial. La realpolitik se impone sobre la estética: como señala Fernando Arancón, Francia es hoy uno de los socios fundamentales de EEUU.
En una entrevista con el canal derechista Fox News, Macron ha destacado los lazos que le unen a Trump: su necesidad de cooperar en la lucha contra el yihadismo, así como la complicidad que une a dos mandatarios cuyos trasfondos elitistas no les impiden considerarse outsiders de la política. No se trata solamente de teatro diseñado para agasajar a su anfitrión. En realidad, los proyectos de Trump y Macron encierran más similitudes de las que ambos reconocen en público.
El ejemplo más reciente es la sintonía entre las políticas exteriores francesa y estadounidense, manifestada en los bombardeos realizados conjuntamente sobre Siria. Lejos de apoyar la intervención a regañadientes, Francia presionó para adoptar una línea más dura: en junio, Macron había advertido de que bombardearía unilateralmente al régimen sirio si realizaba ataques químicos. Con la industria armamentística francesa haciendo caja en Egipto y los países del Golfo, conviene destacar la brutalidad de Bachar el Asad, enfrentado a los primeros. En Yemen, no obstante, Francia prefiere no destacar la brutalidad de la invasión saudí. Esta acción exterior profundiza las de Nicolas Sarkozy y François Hollande, que colaboraron ampliamente con la OTAN y con EEUU en el Sahel. El anunciado gaullo-mitterrandismo de Macron tiene pendiente materializarse.
Tampoco la política económica marca grandes diferencias. Trump llegó al poder proponiendo una revolución populista, pero no ha tardado en adaptarse a la ortodoxia de su partido y aprobar una rebaja fiscal en beneficio de los estadounidenses más acaudalados. Algo similar ha hecho Macron, pero añadiendo recortes de gasto público para cuadrar las cuentas. Y si Trump está presidiendo una ofensiva contra los derechos de los trabajadores, Macron ha optado por una senda similar, calificando a quienes se oponen a su reforma laboral con retórica más propia de su homólogo estadounidense: “Vagos, cínicos o extremistas”.
La política migratoria parecería el principal punto de desencuentro entre ambos. Macron se impuso al populismo xenófobo de Marine Le Pen con un discurso europeísta, exigiendo soluciones tolerantes a la crisis de los refugiados. Una vez en el poder, ha endurecido las condiciones de acogida en Francia. El ministro de Interior, Gérard Collomb, opina que la inmigración amenaza a París con una situación “explosiva” y el aumento en las deportaciones (un 14% durante el último año) muestra que “si se quiere, se puede” contener la inmigración. No sorprende que el Frente Nacional valore este viraje como una “victoria política”. Macron no ha llegado a los extremos de Trump, que declaró no querer inmigrantes de “países de mierda”, pero sus elucubraciones sobre los problemas de la “civilización” africana tampoco han resultado demasiado afortunados.
Populismo y tecnocracia se dan la mano
En ambos casos, la agenda adoptada durante el último año no ha producido grandes réditos. Trump continúa manteniendo índices de popularidad bajos, lo que no sorprende en vista de sus exabruptos y la ruptura de múltiples promesas electorales. Macron ha sufrido una fuerte erosión de su popularidad, con cerca del 60% del país suspendiéndole en una encuesta reciente. El dato más interesante de ese sondeo es que un porcentaje casi idéntico de los encuestados opina que el presidente está siendo fiel a su programa electoral, lo que confirmaría que Macron cuenta con una base social débil y ganó las elecciones gracias al rechazo que inspiraba Le Pen. A medida que avanza su programa de austeridad, aumentan las protestas de estudiantes, trabajadores y funcionarios. Tanto Francia como EEUU atraviesan periodos de fuerte movilización social, con las calles consolidándose como principal alternativa a las agendas de sus presidentes.
Más allá de estas similitudes –y de las diferencias que ocasionalmente les enfrentan–, Macron y Trump intuyen y aprovechan el rasgo fundamental que comparten. Ambos son líderes con un poderoso tirón identitario, que deben su éxito a una combinación de azar electoral y el apoyo casi incondicional de clases plenamente identificadas con la imagen que proyectan, independientemente de los bandazos que dan sus políticas. La clase de Trump es la América “olvidada”: blanca, envejecida, de clase media y frustrada con la “corrección política” y un futuro que depara precariedad y empobrecimiento. La clase de Macron es la tecnocracia parisina, que ha hecho de él “el producto más acabado de la élite francesa”, en palabras de Marc Bassets. Junto a ella, un conjunto de élites liberales que admiran el refinamiento de este anti-populista sui generis, capaz de criticar al establishment y citar versos de Paul Valéry al tiempo que legisla a favor de los privilegiados.
Como señala Jan-Werner Müller, populismo xenófobo y tecnocracia en ocasiones comparten una visión anti-política del mundo. Los votantes de Trump y los mandarines de Macron se parecen más de lo que quisieran reconocer. Ambos han elegido a un paladín inconsistente, pero es su paladín y continúa enervando al enemigo: liberales y progresistas en un caso, vagos y extremistas en otro, políticos tradicionales en los dos. El vínculo que mantienen con Trump y Macron es ante todo sentimental. Por eso apenas se resentirá cuando estrujen sus manos con cariño.