Emmanuel Macron y Angela Merkel durante el reciente G7 celebrado en Biarritz/NUR PHOTO/GETTY

Macron gira hacia alguna parte

Jorge Tamames
 |  18 de septiembre de 2019

En octubre se cumple un año desde que los chalecos amarillos irrumpieron en las calles francesas. Estos doce meses han estado plagados de altibajos para Emmanuel Macron. El presidente francés, entonces la gran esperanza del reformismo europeo, vio su mandato derrapando y abollado ante aquel inmenso movimiento de protesta. A finales de 2018 el gobierno estaba contra las cuerdas, obligado a aparcar su programa económico. Alemania dejaba de ver a Macron como un reformista ambicioso; en España su principal socio, Ciudadanos, se negó a importar el cordón sanitario que los partidos franceses establecen contra la derecha radical. Ahora, Macron reafirma su influencia dentro y fuera de Francia. La cuestión es si el presidente francés, en el ecuador de su mandato, reemerge transformado.

¿En qué se basa este viraje? A nivel interno las medidas de contención del gobierno, unidas a las divisiones de los propios chalecos amarillos, han terminado por debilitar al movimiento de protesta. Tampoco se vislumbran rivales entre los partidos tradicionales. En las elecciones europeas el centroderecha y centroizquierda permanecieron convalecientes (8,5% y 6,2% del voto, respectivamente), debilitados por el partido centrista que Macron fundó en 2017 y el avance de Los Verdes. El izquierdista Francia Insumisa pasa por horas bajas. El Frente Nacional (hoy Reagrupamiento Nacional), pese a ser el partido más votado, empeoró sus resultados de 2014 y continúa siendo un villano útil: no hay que olvidar que Macron llegó a la presidencia aupado por el rechazo que aún genera la derecha radical.

De puertas para afuera, la recuperación de Macron es más proactiva. Tras negociar con habilidad los nombramientos del siguiente Consejo Europeoaprovechándose de los errores de Pedro Sánchez – Macron ha presidido un G7 exitoso, redactando una parte considerable de la partitura de Biarritz. Sus confrontaciones con Jair Bolsonaro y Matteo Salvini le devuelven algo de lustro progresista. Con la invitación sorpresa al ministro de Exteriores iraní al G7 y su reciente apertura a Vladímir Putin, reafirma sus credenciales gaullistas en política exterior. Aunque a los presidentes franceses les suele resultar más sencillo destacar en la arena internacional que en la política doméstica(también François Hollande llamó al atención con una intervención militar en Malí, para después caer en la irrelevancia), Macron da estos golpes de efecto con pericia.

Todo ello le está valiendo críticas por parte de sus antiguos defensores. El periódico alemán Süddeutsche Zeitung le acusaba recientemente de “imponer su voluntad al resto de Europa”. El Financial Times recoge testimonios de diplomáticos europeos, así como analistas en el prestigios think tank Chatham House, que critican su nueva acción exterior. Y es que más allá del talento para la escenificación de Macron, parece buscar algo sustancial con su reajuste actual.

 

Francia en Europa

El viraje de Macron guarda relación con las tensiones económicas que atraviesan la Unión. Desacreditada la idea, ampliamente difundida en 2010, de que los problemas del euro guardaban relación con un gasto público insostenible en los Estados miembros del sur, sigue sin estar claro qué fractura europea es la que más acentuó la crisis financiera de 2008. En parte existe un choque entre el norte, el sur y, en menor medida, el este de la UE. Jonathan Hopkin destaca además la división entre países acreedores en el centro de la zona euro y deudores en su periferia, clave para entender los programas de austeridad en Grecia. Otra forma de ver los problemas del euro es en términos del desajuste entre regímenes de crecimiento macroeconómico: Alemania y la Nueva Liga Hanseática crecen a través de sus exportaciones, en tanto que las economías del sur lo hacen principalmente a través de demanda interna. Eso establece diferentes preferencias económicas: inflación mínima, contención salarial y deflación para los primeros; inflación moderada y crecimiento generado por salarios para los segundos.

Lo interesante es que Francia no siempre se ubica con claridad en estos esquemas. Se cuenta entre los países acreedores, en tanto que su sector financiero estaba altamente expuesto durante la crisis griega. Pero es una economía más dependiente del consumo interno que de las exportaciones. Aunque el eje franco-alemán se considera el motor europeo, en la práctica es Berlín quien impone a París una agenda económica diseñada para Alemania.

La apuesta de Macron está detallada en su programa electoral y varios discursos – en especial el que pronunció en la Sorbona en septiembre de 2017. Consiste en extender el programa de liberalización y recortes en que se embarcaron sus predecesores (sin éxito, debido a la fuerte contestación social) para, a cambio, obtener un mayor compromiso alemán con la gestión del euro: unión fiscal, mayores presupuestos en común, un ministerio de Finanzas para el euro y demás medidas necesarias para apuntalar una unión monetaria aún incompleta. Macron cumple diligentemente con su parte, aprobando medidas impopulares, como las liberalizaciones del mercado laboral y la Sociedad Nacional de Ferrocarriles. Otra reforma –en este caso de pensiones– le ha costado una huelga reciente de transporte público. Pero la respuesta que obtiene de Alemania, como señala Sophie Pornschlegel, es un “no” tras otro: “no a los objetivos climáticos de 2050, a las propuesta francesa de un impuesto digital, a las reformas de la zona euro, a un parlamento para la zona euro, a un fondo de compensación del desempleo europeo, a una estrategia de Inteligencia Artificial conjunta”. El presidente francés, apunta Dídac Gutiérrez Peris, ha pasado a encontrarse solo en Europa: Enfrentado al euroescepticismo de Estados como Hungría o Polonia, pero sin obtener de Alemania un mayor compromiso con la gobernanza del euro.

Macron se ha cansado de esperar. Si el Estado ruso, según Aleksandr Dugin, está programado con nociones euroasiáticas, el de Francia –que sigue representando la mitad de su PIB– lo está con inercia gaullista, que reemerge en momentos críticos. En los último meses, París se ha encargado de apuntalar cargos clave para velar por la posición económica francesa: Christine Lagarde en el Banco Central Europeo, el socialdemócrata Paolo Gentiloni como Comisario de Economía (en sustitución del francés Pierre Moscovici) y la búlgara Kristalina Georgieva al frente del Fondo Monetario Internacional. El Süddeutsche Zeitung describe esta asertividad como un “brutal acto de violencia” contra los intereses alemanes. Y es que estos nombramientos también han bloqueado a los candidatos con perfiles más ortodoxos en política monetaria y fiscal: el alemán Jenns Weidmann (BCE) y el holandés Jeroem Dijsselbloem (FMI).

Desde 2008 Alemania se ha comportado como una potencia hegemónica errática en la zona euro. No termina de hacerse cargo de un sistema que le beneficia y sus políticos operan en base a ideas económicas contraproducentes. Aunque el futuro del euro difícilmente puede gestionarse sin su beneplácito, es deseable que exista un contrapeso europeo a Berlín. El giro de Macron es parcial: ni se ha caído en el camino a Damasco, como François Mitterrand en 1983, ni abandonará su empeño de desregular la economía francesa. Pero no deja de ser un movimiento en la dirección acertada.

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