El 10 de octubre, un atentado en Ankara causó 128 muertos y más de 500 heridos. El 12 de noviembre, dos atentados en un barrio del sur de Beirut ocasionaron 44 muertos y 239 heridos. El 13 de noviembre, sendos atentados coordinados en seis lugares distintos de París terminaron con al menos 129 muertos y más de 300 heridos. Dichos atentados han sido reivindicados por la organización yihadista autodenominada Estado Islámico (EI). Fueron planificados y organizados perfectamente desde el extranjero. Apuntaban, en primer lugar, a civiles, y los llevaron a cabo terroristas dispuestos a morir por su causa.
Los atentados de París, después de los del 8 de enero contra un supermercado kosher y contra la revista Charlie Hebdo, han provocado una emoción intensa en el mundo entero, como ocurrió con los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. ¿Por qué tanta expectación después de los sucesos de Nueva York y París, cuando desde hace años los atentados son el pan de cada día de los habitantes de Kabul, Bagdad y de tantos lugares donde los fanáticos militares y religiosos se disputan el alistamiento de la población? Probablemente porque en estos casos estamos en presencia de guerras civiles clásicas entre grupos que quieren conquistar el poder, apoyados por potencias regionales que tratan de preservar, cuando no extender, su zona de influencia bajo pretexto de antagonismos religiosos.
En París en 2015, como en Nueva York en 2001, la situación es completamente distinta. Bajo la apariencia de una represalia a las operaciones militares occidentales –¿cuántas veces hemos oído eso de “el culpable es Occidente”?–, se trata de hacer que desaparezca un tipo de organización social que execran. Es una guerra sin piedad. Los encargados de “teorizar” en el EI lo han escrito: Francia es su objetivo predilecto, puesto que ese país es la parte más vulnerable del modelo de sociedad que quieren destruir: la sociedad occidental, sociedad de libertad, tolerancia, pluralismo e igualdad hombre-mujer. Quieren destruir la república laica que confina lo religioso a la esfera privada, que no impone a nadie como debe pensar, vestirse, alimentarse, divertirse, desplazarse, hablar, vivir.
Los blancos del 13 de noviembre eran muy concretos: un estadio de fútbol, una sala de conciertos, terrazas de cafés y restaurantes, un barrio de París conocido por la población que lo habita, cosmopolita y mixta. Ya no eran, como en los atentados precedentes (Toulouse en 2012, Bruselas en 2014 o París en enero de 2015) atentados dirigidos contra lugares frecuentados por judíos o contra dibujantes autores de caricaturas consideradas como blasfemias. El 13 de noviembre, los blancos eran sobre todo jóvenes, independientemente de que tuvieran o no una religión, de su origen. Eran todos aquellos (entre los cuales muchos musulmanes) que practican “horrores” como asistir a un partido de fútbol, escuchar un grupo rock o charlar con amigos en un café.
Lo que los terroristas buscan es simple: con miedo y terror, provocar en el seno de la población francesa un incremento de la islamofobia, una odiosa ruptura entre los cinco millones de musulmanes y los 60 millones de no musulmanes, con el fin de difundir cada día entre la minoría el totalitarismo islámico promovido por el EI y que ya existe en varios países.
El siglo XX fue el del combate incesante contra los totalitarismos: nazismo, fascismo, estalinismo, maoísmo, Jemeres Rojos… Creíamos que aquella época había terminado y que el siglo XXI nos ahorraría esa plaga. Pero la idea totalitaria ha vuelto a florecer bajo la apariencia de religión. A partir de ahora, combatir esta ideología va a ser muy difícil, puesto que no corresponde, como antaño, a un territorio, a un régimen o a un modelo político determinado. Se difunde insidiosamente, sin conocer fronteras, con medios inmensos. En 2015, Somalia, Tailandia, Nigeria, Turquía y Kuwait sufrieron, como Francia, el dolor provocado por esta barbarie.
Para combatir dicha ideología totalitaria, todos los medios –militares, políticos y judiciales– tendrán que ser utilizados por nuestros gobiernos, sin debilidad, siempre y cuando esos medios no minen los valores sobre los que se funda nuestra sociedad. Una batalla ideológica se gana, en un principio, en el terreno de las ideas. Y esto depende de cada uno de nosotros en nuestra vida cotidiana. Sabemos que habrá más atentados, aquí o acullá, mañana o pasado mañana. Pero hoy, la serenidad y la dignidad que han demostrado los parisinos muestra a los sembradores de muerte movidos por ideas totalitarias que no tendrán la partida fácil.