Los europeos asistimos en 2017 a la entronización de Emmanuel Macron como líder de una Unión Europea en horas bajas, asediada por el auge de la extrema derecha, el trauma del Brexit y unas desigualdades que amenazaban con desgarrar el orden social y político. Es innegable que la emergencia tanto de su figura como político –había sido ministro de Finanzas de un gobierno socialista enmarcado en el sector más liberal– como de su movimiento electoral transversal –que arrebató líderes a casi todos los partidos– generó una sorprendente ilusión más allá de Francia. Todos querían sentarse en la mesa de Macron. Hoy, la fotografía es algo distinta. Si bien no se puede negar el carácter claramente europeísta de su presidencia y su gobierno, casi tres años después de la elección de Macron y de sus numerosas proclamas de renovar Europa, no ha habido prácticamente ningún cambio sustancial o tangible que sea fruto de su labor en la UE.
El afán de Macron por la política del tuit y por ser un político millenial es visto con recelo en muchas capitales europeas. Ejemplo de ello fueron sus famosas declaraciones a The Economist sobre la muerte cerebral de la OTAN, en medio de una tormenta diplomática con Estados Unidos precisamente por la aportación al presupuesto de Defensa de los Estados europeos en la Alianza. Esas declaraciones le valieron el enfado de la canciller Angela Merkel en la cena del 30º aniversario de la caída del muro de Berlín, que terminó espetándole: “entiendo tu interés por la política disruptiva, pero estoy harta de tener que recoger las piezas de todo lo que rompes”. Todo un aviso. El ministro de Asuntos Exteriores francés, Jean Yves-Le Drian, tuvo que pasarse las siguientes semanas reafirmando el compromiso de Francia con la Alianza.
Macron fue también el artífice del golpe final el pasado verano al Spitzenkandidat, un proceso por el cual el presidente de la Comisión Europea debía ser un candidato común a nivel europeo de los partidos políticos nacionales, con el objetivo nada irrelevante de reforzar la legitimidad democrática de las instituciones europeas. Cuando todo parecía encarrilado para que el candidato común socialista, Frans Timmermans, fuera elegido presidente, Macron se alineó con las posiciones de los gobiernos iliberales de Polonia, Eslovaquia, Hungría y República Checa, contrarios a Timmermans por sus críticas al deterioro del Estado de Derecho en sus países, y se sacó de la manga la candidatura de Ursula von der Leyen, de la CDU alemana. Este giro a altas horas de la madrugada enfureció no solo a los socialistas, sino también a los populares europeos cuyo candidato común a presidente, Manfred Weber, procedía del mismo partido que la hoy presidenta de la Comisión.
Meses después, Macron tensó las relaciones con el Parlamento Europeo cuando propuso a la vicegobernadora del Banco de Francia, Sylvie Goulard, como Comisaria de Mercado Interior, incluyendo las competencias sobre la industria de defensa. La candidatura de Goulard, antigua eurodiputada que tuvo que dimitir tan solo semanas después de su nombramiento en 2017 como ministra de Defensa por haber pagado con sueldos de la Eurocámara el trabajo de asistentes en su partido, fue rechazada tras dos humillantes audiencias en las que no consiguió despejar las dudas sobre su idoneidad para el cargo. Al ser preguntado por ello en rueda de prensa, Macron se revolvió contra Von der Leyen y prácticamente declaró sentirse engañado por ella y por los presidentes de los grupos parlamentarios europeos que, según él, habían asegurado a la presidenta electa que no plantearían ningún problema con el nombramiento. Los líderes de los grupos socialista y popular en la Eurocámara no tardaron en desmentir esas declaraciones, asegurando que a ellos no les correspondía dar el visto bueno antes del proceso de audiencias, ni así lo hicieron.
El elegido para cubrir la cartera de Goulard fue Thierry Breton, CEO de una gran empresa tecnológica francesa que tuvo que vender sus acciones en la misma por varios millones de euros para evitar conflicto de intereses. La propuesta de este nombre se entendió en Bruselas como otra provocación de Macron a la que ya no podían oponerse para no socavar la estabilidad institucional.
Por si no hubiera suficiente, polémico fue también el nombramiento de Christine Lagarde como gobernadora del Banco Central Europeo. Lagarde fue condenada por la justicia francesa por negligencia en el desvío de fondos públicos por haber aprobado en 2008, cuando era ministra de Finanzas de Nicolas Sarkozy, una indemnización de 400 millones de euros para el empresario multimillonario Bernard Tapie. Semanas después de su nombramiento, también salió a la luz que fue consejera de dos filiales de Baker&Mckenzie en los paraísos fiscales de Bermudas y Singapur.
Existe la creciente percepción en la UE de que Macron está poniendo los intereses de Francia por delante. Sus propuestas de nombramientos, sus declaraciones y sus decisiones en el seno del Consejo no han contribuido a contrarrestar esta idea. El bloqueo al inicio de las conversaciones para el acceso de Albania y Macedonia del Norte a la UE es ejemplo de ello: una posición política difícil de comprender más allá de una lógica electoralista nacional, en este caso en torno al debate sobre la migración procedente del este de Europa.
Sorprendentemente, las posiciones de Francia acaban chocando no en pocas ocasiones con la de otros países relevantes que reafirman su voz en el espacio europeo con más aciertos que tropiezos, como España o el gobierno claramente proeuropeo de Italia.
Un conjunto de anécdotas que, puestas en línea, dibujan quizá no la mejor estrategia para abordar el futuro de la UE que, sin duda, requiere de estabilidad, cooperación multipartidista, unidad exterior y rumbo definido. Quizá tanto Macron como el conjunto de la élite social, política y económica que gobierna Francia deberían entender que L’Europe c’est pas seulement la France.