Los rohingya y la democracia en Myanmar

 |  11 de octubre de 2013

¿Llegará la transición birmana a buen puerto? La junta militar que gobierna Myanmar –antigua Birmania– con mano de hierro desde 1988 comenzó un lento y tímido proceso de apertura política en 2008. De esta forma ha logrado granjear el visto bueno de Estados Unidos y la Unión Europea, que en 2011 han levantado sanciones y recuperado relaciones diplomáticas con el país, el más pobre del sureste asiático. Este apoyo tal vez sea prematuro. El futuro de la democracia en el país no se juega en Washington, Bruselas, ni Naypyidaw, sino en el pequeño estado de Rakhine, donde la represión de los rohingya, una minoría étnica y religiosa, pone en entredicho los supuestos avances del gobierno de Thein Sein.

El proceso de liberalización comenzó con la creación de una nueva constitución, y se aceleró tras la disolución del oficialista Consejo del Estado para la Paz y el Desarrollo en 2011. La decisión coincidió con el ascenso a la presidencia de Sein, ex general y antiguo primer ministro durante la dictadura pero el primer civil en ejercer control sobre el ejército en décadas. Su gobierno ha decretado amnistías a disidentes políticos y permitido a la oposición de la Liga Nacional para la Democracia (LND) participar en elecciones locales y parlamentarias. El gesto de apertura más simbólico fue la liberación en 2010 de Aung San Suu Kyi tras quince años de arresto domiciliario. Esta decisión ha permitido a Suu Kyi, líder de la NLD desde 1988, acudir a su escaño parlamentario junto a 42 otros diputados y recoger el Premio Nobel de la Paz que le fue otorgado en 1991.

Aún queda mucho camino por recorrer.  Lejos de ser democrática, la actual constitución consigna una cuarta parte de los escaños parlamentarios a miembros de las fuerzas armadas. Tampoco permite la elección a la presidencia de birmanos casados con un extranjeros –una medida destinada a bloquear la candidatura de Suu Kyi, cuyo marido es el británico Michael Aris. Urge además reformar la inmensa corrupción generada en torno a los recursos naturales del país. Y en ninguno de estos frentes parece que Sein tenga madera de Adolfo Suárez o Mijaíl Gorbachov.

A pesar de lo anterior, es en Rakhine donde los límites del proceso de democratización quedan claramente definidos. La persecución de los rohingya, en su mayoría musulmanes, no es otra cosa que un proyecto de limpieza étnica en un país en el que el 68% de la población pertenece a la etnia birmana y el 89% es budista. La situación de los rohingya, que a lo largo de las últimas décadas se han visto masacrados por extremistas con el apoyo tácito y explícito del gobierno, es crítica. La visita de Sein a la región el 1 de octubre, un año después de un brote de violencia que se saló con 200 muertos, es un gesto fuera de lo común: Naypydiaw apenas tiene en cuenta a los 800.000 rohingya del país, a los que ni siquiera concede la ciudadanía birmana. Y Bangladesh, supuesto origen de los rohingya y tradicional destino para muchos de sus cientos de miles de refugiados, se muestra cada vez más indiferente ante su sufrimiento.

Esta actitud apenas sorprende. Los rohingya tampoco cuentan con la simpatía de los budistas birmanos, cuyos monjes, clichés occidentales aparte, hacen constantes llamadas a la violencia religiosa. También han sido víctimas del ninguneo de Suu Kyi, cuyo largo silencio sobre esta cuestión constituye el lado oscuro de su carrera política. Además de perseguido, los rohingya son un pueblo olvidado.

A diferencia de la situación de otras minorías étnicas, como la shan o la karen, que en 2012 decretó un alto al fuego entre sus fuerzas guerrilleras y el ejército birmano, la de los rohingya ni siquiera está en proceso de ser encauzada. Las recientes palabras de Suu Kyi, condenando las políticas represivas de Naypyidaw, son una señal positiva. Aun así, que Sein haya expresado en público su deseo de deportar los rohingya fuera del país ejemplifica el largo camino que queda por recorrer.

Muchas transiciones son violentas. Lo fue la española, a pesar de ser frecuentemente recordada como un ejemplo excepcional de consenso político. Pero la violencia a la que se ven sometidos los rohingya no es fruto del proceso de democratización ni amaga con terminar pronto. Poner fin a esta situación es la gran asignatura pendiente de la sociedad birmana, y determinará si Myanmar se convierte en una democracia digna de tal nombre. El balance hasta la fecha es negativo.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *