La reimposición de las sanciones contra la banca y el sector de la energía iraní llevada a cabo el 5 de noviembre por Estados Unidos es un elemento clave de su campaña de máxima presión contra Teherán. El pasado mayo, la decisión de Donald Trump de retirarse del Plan de Acción Conjunto y Completo (JCPOA) de 2015 presagiaba un objetivo estratégico más ambicioso: modificar sustancialmente no solo las actividades nucleares iraníes, sino también sus políticas nacionales y regionales. El resultado es uno de los movimientos políticos estadounidenses hacia Irán más audaces desde la revolución de 1979, en el contexto de una región fracturada y frágil.
La hostilidad de Trump hacia el JCPOA fue evidente durante su campaña electoral y su administración adoptó una postura dura contra Irán desde el principio: Michael Flynn, su primer consejero de Seguridad Nacional, dio un toque de atención a Irán en febrero de 2017 y el mismo Trump reprendió a Irán durante su visita a Arabia Saudí en mayo de ese año. Pero su política iraní no quedó clara hasta principios de 2018, cuando el presidente anunció un ultimátum, advirtiendo de que EEUU se retiraría del JCPOA a menos que sus “desastrosas imperfecciones” fueran remediadas. Meses de negociación con los aliados europeos no satisficieron a la Casa Blanca, y en mayo Trump continuó con su amenaza de sacar a Washington del acuerdo nuclear.
Sin embargo, el abandono del JCPOA fue solo el punto de partida de una campaña más amplia y agresiva cuyo objetivo manifiesto es forzar el regreso de Irán a la mesa de negociación, pero su objetivo más probable es aumentar la presión sobre Teherán para que renuncie a lo que los estadounidenses consideran beneficios regionales y tenga que lidiar en casa con un descontento creciente. El secretario de Estado, Mike Pompeo, articuló unos objetivos específicos (y probablemente irreales) el 21 de mayo: una docena de exigencias a Irán que incluían los programas nucleares y de misiles, su apoyo a un conjunto de agentes hostiles desde Afganistán a Yemen, y la detención de ciudadanos con doble nacionalidad.
Si estos son los objetivos, las sanciones –no simplemente aquellas reincorporadas en agosto y esta semana, sino también la ampliación de la lista de individuos y entidades iraníes o relacionados con Irán radicados en lugares tan lejanos como Bangkok o Kuala Lumpur– son los medios para llevarlos a cabo: ellas enfatizan en términos nada inciertos que las empresas extranjeras encontrarán poca indulgencia si se descubre que violan las restricciones unilaterales de EEUU. Pero estos no son los únicos medios: en los últimos meses, políticos estadounidenses han agudizado su campaña de información pública contra la República Islámica, convencidos de que el descontento interno, manifestado en protestas y huelgas en Irán, puede ser intensificado a través de mensajes más amplios sobre la corrupción de la elite, el abuso de los derechos humanos y la mala práctica medioambiental. Pompeo ha asegurado que la nueva iniciativa mediática estadounidense en persa, que implicará mensajes en “televisión, radio y medios digitales y redes sociales”, servirá “para que los iraníes de a pie dentro del país y alrededor del globo puedan saber que América está de su lado”.
Los líderes europeos comparten las preocupaciones de Washington respecto al comportamiento de Irán, en especial sobre su programa de misiles y su papel en Siria y Yemen, pero discrepan con EEUU sobre cómo cambiar dicho comportamiento y, en particular, discrepan sobre el futuro del acuerdo nuclear. Mientras Irán cumpla con su parte del acuerdo, dicen, los miembros que permanezcan en él harán lo mismo. La aprobación de los estatutos de bloqueo para proteger a las empresas europeas de las penalizaciones extraterritoriales de EEUU y la creación de un “vehículo específico” que provea canales financieros para las transacciones relacionadas con Irán, tienen por objetivo compensar las sanciones estadounidenses y facilitar el comercio que Irán espera tras cumplir con el JCPOA. Estas medidas han hecho poco para detener la salida de docenas de firmas europeas e internacionales. Aun así, proporcionan a la administración de Hasan Rohaní una hoja de parra diplomática –y quizá, una vez implementadas, también una hoja de parra económica– para salvar la cara y mantenerse firme frente a las voces nacionales que urgen la salida de Irán del JCPOA.
Por el momento, los iraníes están dispuestos a sufrir el desgaste –ambas partes intentan, de hecho, desgastarse la una a la otra– antes que capitular parcial o totalmente ante las exigencias de EEUU. Ellos sienten que mientras Washington etiqueta a Irán de “régimen criminal”, los sucesivos avances –el apoyo continuo del P4+1 al JCPOA, las reglas del 3 de octubre de la Corte de Justicia Internacional respecto al pleito de las sanciones de Irán contra EEUU, incluso las decisión de la FATF (Grupo de Acción Financiera) el pasado mes para demorar las imposiciones y los contraataques– sitúan a Irán en un terreno diplomático firme. Defienden que los esfuerzos de reducir las exportaciones de petróleo de Irán a cero están condenados a fracasar, y que la red de sanciones que EEUU teje puede ser complicada, pero le da suficiente margen para maniobrar. Observan que en Siria e Irak los avances políticos y militares favorecen a sus aliados locales, una buena señal para mantener la influencia iraní. Y creen que pese a su insistencia en lo contrario, el objetivo real de EEUU es un cambio de régimen, no un cambio de comportamiento, por muy sustancial que sea; visto así, ninguna concesión por parte de Teherán importaría. “En los últimos 40 años, la actual administración es la más vengativa hacia Irán –señaló Rohaní en octubre–. La deslegitimación del sistema es su objetivo final”.
En este momento, ni Washington ni Teherán buscan enzarzarse directamente en términos militares. Por toda la región, sin embargo, hay muchos focos de tensión donde el juego de suma cero en la rivalidad entre EEUU e Irán está en marcha, desde el Golfo Pérsico hasta el Mediterráneo; el año pasado, Crisis Group lanzó la plataforma Trigger List para monitorizar estos nudos de tensión. Aunque se ha evitado el peor de los casos hasta ahora –la conquista por parte del régimen sirio del sureste del país, por ejemplo, no produjo una confrontación abierta entre Israel e Irán– hay tres grandes preocupaciones para los siguientes meses.
La primera es que cada parte perseguirá un aumento progresivo. En el caso de Irán, esto podría tener lugar tanto en el seno del ámbito nuclear (violaciones menores pero violaciones al fin y al cabo del JCPOA en respuesta de la retirada de EEUU) o en la región. Dado que la esperanza de Teherán de que haya una cuerda salvavidas descansa sobre todo en la persistente disposición del P4+1 para oponerse a las sanciones estadounidenses, que a su vez depende del cumplimiento de Irán con el acuerdo, es más probable que la respuesta iraní a la presión estadounidense en el corto o medio plazo sea mediante el activismo regional. Las noticias de que Irán puede haber transferido misiles balísticos a Irak son una señal, al igual que lo son las (no verificadas) acusaciones estadounidenses de que fuerzas apoyadas por Irán amenazaron la presencia estadounidense en Basora. Parece que EEUU también tiene en el punto de mira la presencia regional iraní: las declaraciones de políticos estadounidenses de que se quedarán en Siria tanto tiempo como los iraníes permanezcan allí sugiere la intención de reducir la presencia en Teherán y la tendencia creciente de percibir los movimientos regionales bajo la lente de su conflicto con Irán.
La segunda preocupación es que las acciones de los actores locales puedan deliberada o involuntariamente llevar a sus padrinos a un enfrentamiento. Los dos aliados estadounidenses en la región están elaborando sus propias campañas contra Irán. En Yemen, Arabia Saudí encabeza desde 2015 una costosa campaña para expulsar a las fuerzas huzíes con el apoyo de EEUU. Para Riad, los 200 misiles disparados desde el territorio yemení pueden haber sido lanzados por los rebeldes, pero llevan impresos la marca de la casa iraní. Mientras tanto, Israel, preocupado porque Irán está presente en el sureste (Gaza) y en el norte (Líbano), resiste los esfuerzos de Teherán de construir en Siria un nuevo frente hacia el noroeste. Los políticos israelíes hablan de más de 200 ataques aéreos en Siria contra objetivos iraníes o relacionados con Irán desde 2016, redoblando así una campaña que comenzó en 2013.
Por su parte, Irán descarta la culpabilidad por los ataques huzíes con misiles y hasta ahora se ha abstenido de responder directamente a los israelíes. Como un político iraní dijo a Crisis Group el pasado mes, “Israel ha intentado provocar, pero no vamos a caer en la trampa”, y, sin rodeos, añadió esto sobre el papel de Irán en Yemen: “No lo necesitamos”. Sin embargo, futuras hostilidades entre las fuerzas apoyadas por los iraníes y la de los aliados estadounidenses podrían aumentar, algo que ninguna de las partes realmente busca. En Yemen, un golpe huzí que cause daños relevantes en Arabia Saudí podría empujar a EEUU a intervenir directamente en la guerra de Yemen o a una confrontación con Irán. Y en Siria, el gobierno de Benjamin Netanyahu, percibiendo la reticencia iraní para devolver los golpes y la carta blanca estadounidense por sus acciones, podría continuar ampliando sus miras: como ya señaló el ministro de Defensa Avigdor Lieberman, “no nos estamos limitando solamente al territorio sirio. La libertad de Israel es total”.
Ese sentido de libertad, ante el cual Irán puede sentirse comprometido a responder, quedó exhibido en junio cuando Israel llevó a cabo ataques aéreos cerca de la frontera entre Irak y Siria. La operación, que mató tanto a fuerzas sirias como a paramilitares iraquíes apoyados por Irán, resalta cómo las diferentes líneas divisorias convergen cada vez más y están interconectadas: el área alrededor de al-Bukamal, al final del valle del río Euphrates y que es una línea de separación de facto entre las fuerzas del régimen pro-sirio y las fuerzas sirias apoyadas por EEUU, han sufrido ataques aéreos israelíes, ataques de drones y misiles iraníes, incursiones de la fuerza aérea iraquí y bombardeos de la coalición liderada por EEUU. La degradación continua de Dáesh es quizá el único interés que estas fuerzas dispares comparten.
Incluso si Irán y EEUU permanecieran en un incómodo punto muerto – Washington esperando a que el gobierno de Irán se sucumba al impacto de las sanciones, Irán calculando que puede capear el temporal– e incluso si los conflictos subsidiarios en la región también permanecen sofocados, una tercera preocupación es que la combinación de desconfianza mutua y la alta fricción podría causar que un incidente menor escale peligrosamente. Por ejemplo, las amenazas de Irán de bloquear el estrecho de Ormuz puede ser hiperbólica; además, las fuerzas estadounidenses conceden que en el último año Irán ha dejado de molestar a sus embarcaciones en el Golfo. Pero un malentendido podría ser la causa de que un incidente naval se convierta en un enfrentamiento abierto.
Washington quizá espera que su campaña de presión acabe con la República Islámica. El riesgo, sin embargo, es que la tensión creciente fragmente todavía más una región al borde del colapso.
Este artículo fue publicado originalmente, en inglés, en la web de Crisis Group.