América Latina tiene motivos para preocuparse en 2019. Muchos en la región están desilusionados con sus democracias y molestos con las élites políticas, a las que consideran incapaces de gestionar el declive económico y los niveles crónicos de violencia. Aunque tengan visiones del mundo radicalmente diferentes, los dos nuevos presidentes de los países más grandes de la región, Brasil y México, le deben en gran medida su triunfo aplastante en las urnas a este sentimiento de descontento. Sin embargo, no está tan claro que sean capaces de atajar sus causas, sobre todo en el caso del nuevo presidente brasileño Jair Bolsonaro, cuyas medidas draconianas tienen unos antecedentes deplorables. A su vez, las organizaciones regionales están bajo presión. La polarización en la región, que las ha invalidado ante las crisis políticas en Venezuela y Nicaragua, parece agravarse, en un momento en que Venezuela corre el riesgo de virar de una forma más mortífera aún y exige un fuerte consenso regional a favor de un acuerdo negociado.
Aunque existen señales alentadoras en el reparto de la carga de trabajo en cuestiones de desplazamientos y migración, los líderes regionales están respondiendo a la anarquía que obliga a mucha gente a abandonar sus hogares con políticas de mano dura, medidas estrictas que empeorarán las cosas con seguridad. La Unión Europea y los gobiernos europeos pueden ayudar: aumentando los esfuerzos diplomáticos para encontrar soluciones a las crisis venezolanas y nicaragüenses; con ayuda humanitaria que apoye a aquellos que huyen de la inseguridad y la desesperanza; y desaconsejando a sus socios regionales emprender medidas represivas que, con mucha probabilidad, agravarán la violencia y el crimen más que mitigarlos.
Las políticas de los dos nuevos presidentes latinoamericanos en Brasil y México contrastan profundamente, pero sus victorias electorales comparten raíces: un descontento público profundo con el status quo. El presidente brasileño de extrema derecha y el líder mexicano izquierdista Andrés Manuel López Obrador han aprovechado en sus campañas la furia pública con el malestar económico, la corrupción en altas instancias y la inseguridad extrema. Entre sus partidarios existe una gran esperanza de que puedan mejorar la seguridad, cambiar el rumbo de las economías de sus respectivos países y erradicar la corrupción. No obstante, los sistemas democráticos fragmentados podrían frustrar esas expectativas: los acuerdos con los 30 partidos en el Congreso de Brasil y los 27 (de 32) gobernadores de Estado mexicanos opositores a López Obrador diluirán, sin duda, las ambiciones de ambos presidentes de aprobar reformas profundas. En términos generales, existe el riesgo de que una fijación con los problemas nacionales en ambos centros neurálgicos, unida a las señaladas diferencias entre las políticas exteriores de ambos presidentes, cree un vacío de liderazgo y agudice la polarización en instituciones regionales ya debilitadas, precisamente cuando la paz y la seguridad en América Latina empeoran y los líderes autoritarios están poniendo a prueba sus mecanismos de gestión de conflicto.
Aunque muchos gobernantes en la región están sumamente preocupados por la crisis en Venezuela y su consiguiente éxodo migratorio –unos tres millones de personas han huido del país, la mayoría desde 2015 –, han demostrado ser incapaces de encontrar una solución pacífica y negociada. Las divisiones en la región, el volátil compromiso estadounidense y la influencia creciente de China y Rusia han obstaculizado una respuesta efectiva y unánime. Tras el último giro de la crisis –la oposición negándose a reconocer a Nicolás Maduro como presidente; la autoproclamación del presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó como presidente provisional; y el apoyo a este último de varios gobiernos, incluyendo a los de Estados Unidos, Colombia y Brasil–, el riesgo de algún tipo de confrontación militar parece mayor que nunca.
En Nicaragua, las brutales medidas represivas del gobierno contra los manifestantes el año pasado han tenido una respuesta regional igual de inefectiva. A pesar de la condena por parte de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, de EEUU y la UE, el presidente Ortega no ha hecho sino intensificar su ofensiva contra la oposición. El decreciente apoyo a la democracia en la región, que se sitúa solo en el 48% –el más bajo desde 2001 según Latinobarómetro– sugiere a los gobernantes regionales que, si concentran su poder y afirman ofrecer soluciones rápidas a los problemas públicos, encontrarán audiencias más receptivas.
En cuanto a la acción colectiva para lidiar con el volumen creciente de inmigración, algunas señales son positivas y otras los son menos. Los gobiernos latinoamericanos y la ONU han intervenido para paliar la crisis venezolana de refugiados y migrantes, y apoyan a sus vecinos Colombia y Brasil, como también a otros países que acogen a un gran número de venezolanos. Además, el gobierno mexicano planifica estimular la creación de empleo en el norte de Centroamérica para mitigar la emigración. Pero los venezolanos hacen frente a una creciente xenofobia y controles fronterizos endurecidos. La frágil entente de López Obrador con la administración Trump –Washington dice que solo se sumaría a los esfuerzos de impulsar el desarrollo centroamericano si México acoge a quienes buscan asilo en EEUU– es vulnerable a los repentinos cambios de humor de la Casa Blanca. Por otra parte, las limitaciones fiscales de México podrían minar la puesta en práctica de medidas claras y a largo plazo que den respuesta a las causas subyacentes a la emigración.
Mientras tanto, las políticas de ‘mano dura’ ante el deteriorado orden público en diversos países podrían empeorar las cosas. Los gobiernos de El Salvador y Honduras están reaccionando a la desenfrenada violencia criminal, responsable de la emigración, con métodos policiales duros que han reducido el número de asesinatos, pero no el poder que ejercen las bandas criminales en la vida de la gente. Las maniobras de Bolsonaro para facilitar la posesión de armas podrían generar una violencia mucho peor en un país donde hubo más de 60.000 asesinatos en 2017. En México, López Obrador ha prometido acabar con “la guerra de las drogas”, que causa una tasa de asesinatos récord en el país, pero planea continuar apoyándose en las fuerzas militares para hacer frente a los cárteles, una estrategia que podría perpetuar los terribles niveles de violencia. El boom de cocaína en Colombia ha provocado una creciente presión al gobierno, tanto interna como de EEUU, para priorizar su erradicación forzosa y la captura o muerte de los líderes criminales. Esto pondría en riesgo el acuerdo de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en un momento en que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) parece decidido a expandirse de manera violenta, algo que quedó claro con el ataque con bombas en Bogotá, que mató a 21 personas el 17 de enero y puso fin a las conversaciones de paz con el gobierno. En Guatemala, la Comisión de la ONU Contra la Impunidad, – uno de los pocos casos de éxito en la región que ha logrado la reducción de la impunidad judicial y la violencia criminal–, está siendo desmantelada por el gobierno.
Ante tantas tendencias preocupantes, la UE debería redoblar su apoyo a los procesos de negociaciones de crisis en la región, continuar proporcionando ayuda humanitaria crítica y desaconsejar la polarización política y las medidas de seguridad contraproducentes. Los riesgos de intensificación de conflictos en Venezuela y Nicaragua, así como las preocupaciones por la política exterior del peso pesado de la región, Brasil, deberían estimular un apoyo diplomático a los esfuerzos regionales para ayudar a ambos países a alcanzar acuerdos pacíficos.
Establecer un grupo de contacto de Estados extranjeros que respalden las negociaciones en Venezuela, como propuso la UE, significaría un avance y podría generar un consenso más amplio en favor del acuerdo, incluyendo a Estados neutrales y partidarios del actual gobierno de Maduro. En Nicaragua, la UE, que goza de credibilidad y una relación duradera con el gobierno, debería presionar al presidente Ortega a liberal a los presos políticos y renovar su compromiso con la reforma electoral, que podría ayudar a rebajar las tensiones entre el gobierno y la oposición. La ayuda humanitaria de la UE también es crucial: serán necesarios fondos europeos adicionales si la crisis humanitaria en Venezuela empeora, lo que parece probable. La UE debería estar preparada para movilizar el apoyo económico a las agencias de la ONU y las ONGs que están respondiendo a las necesidades humanitarias de los centroamericanos de camino a EEUU y a los deportados que vuelven a sus países de origen. Los diplomáticos europeos deberían, además, emplear su apoyo financiero a las fuerzas de seguridad y jurídicas de la región, así como su correspondiente influencia sobre ellas, para proporcionar alternativas a las medidas represivas de orden público que están ganado terreno.
Este artículo fue publicado originalmente, en inglés, en la web de Crisis Group.