A orillas del mar Negro hay una ciudad que quizá a alguno le cueste situar en el mapa: Sujumi. Allí, en un precioso edificio art-déco, el 14 de junio de 2006 los líderes de las repúblicas de Abjasia, Osetia del Sur, Transnistria y Nagorno-Karabaj fundaron la Comunidad por la Democracia y los Derechos Humanos, una organización única en su género. Estos cuatro territorios comparten un pasado, soviético, y un presente de independencias apenas reconocidas. Abjasia y Osetia del Sur son reconocidas por Rusia, Nicaragua, Venezuela y… ¡Nauru! Las otras dos no son reconocidas por ningún Estado miembro de Naciones Unidas. Quizá como compensación, las cuatro entidades mantienen una intensa actividad diplomática entre ellas, y comparten una casa común, la comunidad fundada hace 12 años.
El director de cine Alejandro Amenábar imaginó un mundo en el que Nicole Kidman vivía con sus hijos y unos extraños sirvientes. Bajo ciertas condiciones –evitar la luz solar, cerrar siempre las puertas– aquello se parecía bastante a la vida de una familia normal. Que la madre fuese una neurótica y los hijos unos inadaptados –solo el servicio, excesivamente gótico, desentonaba– era casi una pincelada costumbrista en los tiempos que corren. Una vida normal, si no fuera porque, de vez en cuando, había atisbos de algo difícil de interpretar, una especie de mundo paralelo, con el que compartían casa, en el que la gente parecía comportarse sin esas trabas invisibles, la luz entraba, incluso reían. A nosotros, espectadores de esas vidas paralelas, “los otros” nos recordaban lo asfixiante que puede ser la existencia si alguna cualidad esencial de ella es suprimida sin motivo aparente, o sin explicación racional.
Los ciudadanos de las cuatro repúblicas mencionadas parecen también condenados a habitar una especie de mundo paralelo. Son víctimas de la aparente incapacidad de la comunidad internacional de casar dos principios que solo pueden considerarse contradictorios si se excluye la democracia de la ecuación. Estos principios son el de integridad territorial y el de libre determinación. Decir que el segundo solo puede ser ejercido a costa del primero es una falacia surgida tras el colapso del muro de Berlín, y aplicado de forma descarnada en la antigua Yugoslavia.
La comunidad internacional se muestra incapaz de casar dos principios, integridad terrirorial y libre determinanación, que solo pueden considerarse contradictorios si se excluye la democracia de la ecuación
Allí, Occidente se enfrentó a un problema político complejo: gestionar la violencia extrema, surgida en una transición semejante a las que vivían el resto de los países de Europa central y oriental, pero en un entorno que siempre había sido diferente: durante siglos, frontera de fricción de dos imperios, traducido en sucesivas guerras balcánicas y, finalmente, en un modelo comunista radicalmente distinto –la República Federativa Socialista de Yugoslavia no estuvo ni en el Pacto de Varsovia ni en el Comecon–. De forma sorprendente, y éticamente discutible, los países occidentales optan por la solución que le ofrecen precisamente los que, siguiendo sus intereses, han atizado el conflicto, los Milosevic, Tudjman y demás. Occidente se alía con los lobos, con parte de ellos, para gestionar el rebaño. La identidad nacional será el único criterio de asignación, y de legitimidad política. Da igual que usted piense que su identidad no puede resumirse en ser serbio, croata o esloveno. Y es irrelevante que usted piense que la comunidad política que se crea siguiendo ese único criterio difícilmente puede ser ilusionante, ni siquiera radicalmente humana.
Solo cuando el criterio se llevó a sus últimas consecuencias, y nos encontramos con un grupo de población cuya única identidad diferenciada era la religión musulmana, saltaron las alarmas. Crear un Estado que englobaría a cientos de miles de personas que jamás habían pisado una mezquita, pareció excesivo incluso a los que, por falta de imaginación, de coraje político y de impulso ético no supieron hacer de parteras de una gran República Federal y democrática. Se crea entonces el Estado independiente de Bosnia y Herzegovina, con tan poca fe que todavía hoy es un Estado semifallido. En el país que se quería de la diversidad, un gitano o un judío están excluidos por ley de ser elegidos para cargo público, y el único elemento omnipresente en el debate político es la identidad. El resultado es la ausencia de auténtico debate sobre cómo mejorar las condiciones de vida, acabar con la corrupción o la inserción de Bosnia en Europa.
Como dice el profesor Salvador Gutiérrez, la paraideología de la identidad no se basa en convicciones sino en creencias, imposibles de ser rebatidas con argumentos. Y sin argumentos, no hay debate. Ni en el nacionalismo de los dirigentes políticos bosnios, ni en el de otros, más o menos imaginarios, que asolan Europa, ni en el soberanismo catalán. No hay nada que debatir, al menos no antes de aceptar que la identidad nacional es el único elemento de legitimidad política y el único que convalida estructuras estatales y de organización política. Para esta visión no-democrática, es imposible conjugar integridad territorial y libre determinación. Tampoco les interesa hacerlo.
Un proyecto histórico de construcción nacional como España, solo basado parcialmente en la identidad, en este caso religiosa y hace siglos de eso, lo tiene difícil en esta Europa de la identidad excluyente. Y no digamos un proyecto como la Unión Europea, creado precisamente para neutralizar el nacionalismo agresivo. La UE no nace contra la identidad nacional de los Estados miembros. Pero sí contra un subproducto de esa ideología: la santidad de la soberanía nacional. Todavía hoy, terminando la segunda década del siglo XXI, algunos califican de “valor” lo que no es sino una regla de juego. Y no es una de las menores paradojas de nuestro problema que en España se tache de “fascista” a la familia que no huye de la luz ni de la sonrisa.
La creación de la UE es uno de los ejemplos de pensamiento imaginativo más sofisticados que han proporcionado las relaciones internacionales
Razonar de forma imaginativa es una de las cualidades más acabadas del ser humano. A Albert Einstein le fascinaba esta capacidad para encadenar un razonamiento lógico complejo y llegar a una solución rompiendo, al mismo tiempo, vía la capacidad no lógica sino imaginativa, los presupuestos implícitos del marco en el que el razonamiento se desarrolla. La creación de la UE es uno de los ejemplos de pensamiento imaginativo más sofisticados que han proporcionado las relaciones internacionales. Desde el Congreso de Viena en 1811, las mejores cabezas estratégicas europeas, sus diplomáticos más capaces, se dedicaron durante casi siglo y medio a evitar que cada dos o tres generaciones los europeos se mataran entre sí con saña. Inventaron toda clase de combinaciones, desde el “concierto de Estados” a la “pentarquía”. Todas terminaban colapsando. Henry Kissinger considera a Klemens von Metternich como una de las más preclaras inteligencias de la historia de Occidente solo porque fue capaz de mantener la paz durante 25 años. Todos estos “diseños estratégicos” tenían como principio subyacente el carácter sacrosanto de la soberanía. Su única limitación era el potencial militar del vecino. Pensando imaginativamente –“fuera de la caja”, diría un anglosajón– los creadores de la Unión se dieron cuenta de que la soberanía sin límite no era el principio estructurador de un sistema estable, sino su cáncer. Y, limitándola, dieron lugar al más largo período de prosperidad y paz en la historia de Europa.
Pero desde la caída del Muro, los tiempos son otros y, no nos engañemos, Europa no reconoce a las cuatro Repúblicas de Amenábar porque las percibe como una creación rusa y, por ello, como un riesgo geopolítico, no por la pretensión identitaria de sus dirigentes –a pureza de sangre no les gana nadie desde luego, nacieron desembarazándose “del otro”, lo de Comunidad por la Democracia y los Derechos Humanos es paradigma de esas organizaciones cuyo nombre expresa carencias y no contenidos–. Es lo único que subyace tras “Kosovo sí, Tradnistria no”. Los dos fueron cambios de frontera unilaterales y por la fuerza. La diferencia “ética” es quién lo hizo.
Llevar hasta el final el mantra, profundamente antidemocrático, de que integridad territorial y libre determinación son principios contradictorios crea un mundo plagado de microintereses nacionales, de difícil viabilidad, de ciudadanos excluidos en su propia tierra y de dobles raseros que generan resentimiento. Pero eso es lo de menos. Debería preocuparnos más que estemos aceptando algo que debe repugnar a la naturaleza humana: que no podemos construir una sociedad política única y diversa con el que profesa una religión distinta, tiene otra raza o habla otra lengua. Que tiene que haber una frontera que nos separe y un ejército que la controle. Estaríamos muertos, en nuestra humanidad, si llegáramos a esa conclusión. Seríamos la familia de Los Otros.