Honduras, Guatemala, El Salvador. El conocido como Triángulo Norte de Centroamérica es la cuna de la que provienen la mayoría de los 52.000 menores detenidos sin ninguna clase de acompañamiento en la frontera entre México y Estados Unidos. Desde octubre de 2013 el número de niños centroamericanos que se concentra en bases militares estadounidenses de Tejas, California y Oklahoma no ha hecho otra cosa que multiplicarse conduciendo a lo que el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha calificado de crisis humanitaria y que, como cabía esperar, ha acabado tornándose en una crisis política en el país “de acogida”.
En EE UU, la imparable llegada de estos niños, cada vez de más corta edad, ha reavivado el debate sobre la bloqueada reforma migratoria que el presidente tanto anhela. Obama ha pedido al Congreso, sin éxito, 3.700 millones de dólares para atender las necesidades básicas de los menores y reforzar la seguridad en la frontera. Mientras, el flujo de migrantes menores de edad no para, copando las instalaciones federales y el propio funcionamiento del sistema de deportaciones. Hay demasiados niños, o lo que es lo mismo, demasiadas carga burocrática.
La situación es de tal calibre que los presidentes del Triángulo Norte –Juan Orlando Hernández, de Honduras, Otto Pérez, de Guatemala, y Salvador Sánchez de El Salvador– tras reunirse el 19 de junio con el vicepresidente, Joseph Biden, el 25 de julio presentaron a Obama una propuesta integral para abordar las raíces del drama humano: una iniciativa regional que incluye programas socioeconómicos, educativos y de seguridad a corto, medio y largo plazo.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ya advirtió sobre el incremento de menores sin acompañamiento que llegaban a la frontera desde Centroamérica. En su informe “Niños en fuga” examina las causas que llevan a los niños a emprender solos esta aventura y las conclusiones son demoledoras: los niños hondureños y salvadoreños huyen de las organizaciones criminales que operan en sus países de origen, habiendo sido víctimas de violencia y graves amenazas, así como de abusos en el hogar y de la pobreza. Por su parte, los guatemaltecos emigraban debido principalmente a la situación de pobreza, pero también la esperanza de reunirse con sus familiares en EE UU y tener oportunidades educativas y económicas. Violencia y pobreza son el germen de este fenómeno migratorio.
Los menores huyen de una pesadilla, pero al emprender su viaje se sumergen en otra. Una vez en Guatemala, no es complicado el paso a México, debido a que en esta frontera circula todo tipo de tráfico ilegal imaginable, incluyendo la trata de personas. Ahí comienza una carrera de obstáculos especialmente dura para las mujeres y niñas, que con frecuencia sufren violencia y abusos sexuales.
México es una trampa para cualquier migrante, y más para un niño. Las bandas y pandillas que operan en el Triángulo Norte, como Barrio 18 o la Mara Salvatrucha, controlan las rutas migratorias hacia EE UU gracias a una red que sobrevive de la extorsión de los inmigrantes y el soborno a las autoridades mexicanas.
Punto y aparte es La Bestia, denominación que reciben las dos líneas de trenes de carga que se dirigen desde la frontera sur al centro de México, y de ahí a la frontera con EE UU. Para llegar hasta La Bestia los niños deben caminar ocultos de las principales vías para evitar los barridos policiales y los asaltos. Una vez en las paradas de la línea ferroviaria, deben escalar, literalmente, a lo alto de los vagones.
Las bandas del Triángulo Norte cobran una tarifa en diferentes puntos del trayecto para permitir al migrante subir al tren, y quien no puede pagar, es empujado en marcha. De nuevo, la policía y el personal de la línea ferroviaria hacen la vista gorda a cambio de unos cuantos dólares. En La Bestia se producen numerosas caídas por cansancio, y muertes por falta de agua y de comida. En cada parada existe el riesgo de ser secuestrado por bandas criminales como los Zetas.
El documental de Pedro Ultreras La Bestia (2010) cuenta las traumáticas experiencias de quienes cruzan México. Su crudeza resulta atroz, y solo hay que imaginar como sería si los menores fuesen los protagonistas. Otro buen ejemplo de esta realidad es la película Sin nombre (2009), dirigida por Cary Joji Fukunaga, sobre el viaje a bordo de La Bestia de una niña hondureña y su padre.
Los menores y jóvenes que no se deciden a emigrar, seguramente se verán obligados a dar el paso en el futuro si quieren dejar atrás el ciclo de pobreza-violencia-corrupción de la mayoría de los países centroamericanos. Los menores que finalmente persiguen el sueño americano están tan desesperados como los adultos, y no son conscientes de los riesgos que les aguardan en el camino. La desesperación les lleva a pensar que no tienen nada que perder.