En Del rigor en la ciencia, uno de los cuentos incluidos en El Hacedor (1960), Jorge Luis Borges imagina un imperio donde la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad y el del reino una provincia entera. Al final, el mapa terminó cubriendo todo su territorio.
Dado que su propia desmesura lo hacía inútil, el mapa terminó abandonado en el desierto, donde sus dispersos fragmentos daban cuenta de su desquiciada geografía. En La Biblioteca de Babel (1941), Borges ya había especulado con un universo compuesto de una biblioteca de todos los libros posibles, pero sin orden aparente o perceptible. Ambas alegorías vislumbraron un mundo que internet, Google Earth y Street View han hecho real en el ciberespacio.
Un filón digital
Desde 2007, Street View fotografía cada rincón del planeta, alterando radicalmente las técnicas cartográficas y la propia forma en que se percibe el mundo físico. Los mapas digitales son hoy imprescindibles para orientarse en los laberintos urbanos y, por ello, también para la productividad laboral.
Unos 1.000 millones de personas usan todos los meses en sus teléfonos la aplicación de Google Maps. Los mapas digitales con publicidad incorporada y que señalan la ubicación de restaurantes, hoteles, bancos, cines… han creado un nuevo filón digital para Silicon Valley. Morgan Stanley estima que en 2023 Google ingresará 11.000 millones de dólares por la venta de avisos en mapas digitales, frente a los 3.300 millones de 2020. General Motors, Ford y Fiat Chrysler están invirtiendo cifras millonarias en startups que desarrollan mapas digitales para vehículos autónomos. En 2015, Daimler, Volkswagen y BMW pagaron 2.800 millones de euros por Here, compañía de cartografía digital de Chicago.
Convenciones y medias verdades
Los mapas digitales son, como todos, el resultado de una serie de convenciones. O medias verdades. La digitalización está haciendo que las fronteras entre el mundo físico y el virtual se difuminen aún más. Eventualmente, utilizando redes de sensores, grabaciones y poder de computación, la cartografía digital y la realidad aumentada del llamado metaverso podrán crear simulaciones casi perfectas y en tiempo real de todo tipo de entornos físicos.
Las primeras aplicaciones de esas nuevas tecnologías serán, como casi siempre, militares. En 1988, un cartógrafo ruso reconoció que los mapas oficiales soviéticos fueron manipulados durante décadas por órdenes del KGB, mostrando ríos o pueblos con nombres cambiados y hasta ciudades ficticias.
Territorios disputados
Consciente de las susceptibilidades nacionales en juego, Google cambia el modo en que representa las fronteras internacionales en sus mapas, ofreciendo solo versiones locales autorizadas. Disputed territories, una página de internet del MIT, indica 12 regiones donde Google presenta fronteras diferentes según qué país. Por ejemplo, alrededor de las islas Spratly en el mar del Sur de China, Google Maps ofrece cinco versiones distintas: una para cada uno de los países que reivindica su soberanía (Brunéi, China, Taiwán, Malasia y Filipinas).
En Ucrania, los usuarios de Google Maps pueden ver Crimea bordeada por una línea de puntos que señala que se trata de un territorio en disputa. Los rusos ven solo una línea gruesa que subraya que la península pertenece a la Federación Rusa.
Pekín y Nueva Delhi, por su parte, intentan compensar la falta de lindes precisas en sus fronteras en el Himalaya publicando mapas con sus respectivas reivindicaciones territoriales. Desde 2012, los mapas que figuran en los pasaportes chinos presentan zonas de Aksai Chin y Arunachal Pradesh, que India considera suyas, como parte de China. En respuesta, India, Vietnam y Filipinas grapan sus propios mapas en los pasaportes de los turistas chinos que reciben.
Geografías imaginarias
Mark Monmonier, profesor de la Universidad de Siracusa y autor de una veintena de libros de cartografía, advierte que la facilidad con la que se pueden cambiar los mapas digitales está creando nuevas –y peligrosas– distorsiones. El problema es que la cartografía en sí misma es ya una distorsión por las dificultades que supone reproducir un mundo físico de tres dimensiones en una superficie de dos. Para ser legibles, los mapas deben simplificar la realidad. Pero hay una diferencia entre seleccionar información y manipularla.
«El problema es que la cartografía en sí misma es ya una distorsión por las dificultades que supone reproducir un mundo físico de tres dimensiones en una superficie de dos»
Hasta bien avanzado el siglo XIX, era habitual encontrar en los mapas de África central unas inexistentes “montañas de la Luna” donde ciertas versiones ubicaban el lugar de nacimiento del río Nilo, cuyas fuentes en el lago Victoria descubrieron en 1858 los exploradores británicos Richard F. Burton y John Hanning Speke.
Desde 2007, Street View fotografía cada rincón del planeta, alterando radicalmente las técnicas cartográficas y la propia forma en que se percibe el mundo físico. Los mapas digitales son hoy imprescindibles para orientarse en los laberintos urbanos y, por ello, también para la productividad laboral.
En The phantom Atlas (2016) Edward Brooke-Hitching recoge una larga serie de esas geografías ficticias, urdidas a partir de rumores, conjeturas y falsedades que han persistido a lo largo de generaciones. Solo en 2009, por ejemplo, los cartógrafos descartaron la existencia de una isla que desde el siglo XVI había aparecido en los mapas y cartas de navegación del golfo de México.
Pero hasta las realidades virtuales tienen consecuencias políticas reales. Las proyecciones del geógrafo y cartógrafo holandés Gerardus Mercator (1512-1594) se usan hasta hoy pese a que describen, entre otras cosas, una Groenlandia del tamaño de África o Brasil, cuando en realidad en el continente africano caben hasta 14 Groenlandias. En la escala Mercator, Rusia parece cubrir casi la mitad del globo, cuadruplicando la superficie de China o Estados Unidos. En realidad, con 17,1 millones de kilómetros cuadrados, Rusia no duplica siquiera el territorio de ninguno de ellos.
Mercator mantuvo los paralelos (latitud) y meridianos (longitud) rectos y perpendiculares para facilitar la navegación, pero al precio de deformar el tamaño y forma de los continentes en las áreas cercanas a los polos, algo inevitable en proyecciones cilíndricas.
Arno Peters, que en 1972 creó una proyección alternativa a la de Mercator, sostenía que la perspectiva del geógrafo belga era esencialmente etnocéntrica, tanto como la de los mapas chinos de la dinastía Tang (618-907 d.C.) que situaban al “Imperio del Centro” en medio del mundo. Por entonces su capital, Chang’an (la moderna Xian), era, con su millón de habitantes, la ciudad más poblada y rica de Extremo Oriente.
Iconos políticos
Uno de los objetivos primordiales de la cartografía no es transmitir información geográfica sino influir en las percepciones públicas, un fenómeno que empezó en el Renacimiento, cuando los mapas comenzaron a poblarse de referencias culturales y políticas. De hecho, algunos mapas existen fundamentalmente como símbolos, de modo similar a los logotipos corporativos.
Las potencias colonialistas europeas usaban los mapas para organizar el mundo según sus intereses, pintando, por ejemplo, las regiones “incivilizadas” o “bárbaras” con colores específicos, como hizo Historical Atlas (1830) del cartógrafo Edward Quin. La Alemania nazi presentaba en sus mapas los territorios de países vecinos con minorías étnicas alemanas –Austria, Checoslovaquia, Polonia, Francia…– como parte del Tercer Reich, la hoja de ruta del genocidio.