“Si Irán quiere luchar, será el final oficial de Irán”. Así de rotundo se pronunció Donald Trump, el 19 de mayo en su cuenta de Twitter. Algo similar debió imaginar Juliano II en el año 363, cuando emprendió una expedición militar contra el Imperio Sasánida al frente de casi 100.000 soldados. Envalentonados tras obtener victorias contra francos y alanos en Europa, así como por sus avances iniciales en Persia, los ejércitos romanos terminaron acorralados en el valle del Tigris, donde el emperador murió tras ser herido por una lanza. La guerra se saldó con un tratado que marcó la pérdida de poder de Roma en Oriente Próximo.
La historia es evocadora, pero ni siquiera es necesario retroceder dieciséis siglos para buscar precedentes a las acciones de Trump. La escalada de tensiones entre Washington y Teherán encuentra ecos más cercanos en la invasión de Irak, hace dieciséis años. La cuestión es si Estados Unidos ha tomado una decisión definitiva respecto a la necesidad de emprender otra guerra en la región. En esta ocasión, sin embargo, no está claro qué busca una Casa Blanca en la que el caos es norma.
El 8 de mayo, EEUU impuso nuevas sanciones a Irán –cuyas exportaciones de petróleo se han reducido ya en un 50%– y clasificó a la Guardia Revolucionaria como una organización terrorista. A este anuncio siguió el despliegue, en el golfo Pérsico, de un portaaviones nuclear, un buque de asalto anfibio, baterías de misiles Patriot y bombarderos B-52. El Pentágono ha filtrado planes para enviar 120.000 tropas a la región. EEUU también diseña ciberataques capaces de inutilizar la infraestructura de defensa iraní.
El artífice de esta escalada de tensión es el asesor de Seguridad Nacional John Bolton, que persigue a los ayatolás como Ahab a Moby Dick. Bolton fue un neocon destacado al servicio de George W. Bush y no es difícil imaginarle pronunciando las palabras atribuidas a un miembro sénior de aquella administración en plena invasión de Irak: “cualquiera puede ir a Bagdad, pero los hombres de verdad van a Teherán”. En marzo de 2015, publicó una columna en The New York Times exigiendo bombardear Irán.
En busca de un ‘casus belli’
Bolton ha chocado con Trump varias veces, pero cuenta con apoyos importantes. Uno de ellos es Mike Pompeo, secretario de Estado y ex director de la CIA, que actualmente acusa sin pruebas a Irán –como ya ocurrió con Irak– de colaborar con Al Qaeda. Otro es Mike Pence, vicepresidente y –como Pompeo– fundamentalista cristiano. El régimen de los ayatolás también es una bestia negra del Pentágono, cuyos generales no olvidan las humillaciones de Desert One (1980) y Líbano (1983, de la mano de Hezbolá). Uno de ellos era James Mattis, el ex secretario de Defensa que, hasta su dimisión en diciembre –aún no ha sido sustituido–, era percibido como una voz moderada dentro de la administración Trump.
Por parte del presidente, la enemistad con Irán también ha tenido un componente personal. No contra nadie en ese país sino contra su predecesor, que en 2015 negoció un acuerdo mediante el cual Teherán se comprometió a detener su programa nuclear. Trump llegó al poder prometiendo hacer añicos el principal logro internacional de Barack Obama.
El resto de la administración camufla su animosidad con victimismo. A mediados de mayo, dos petroleros saudís, uno emiratí y otro noruego fueron dañados mientras navegaban por el estrecho de Ormuz, por el que transita el 40% del suministro global de petróleo. Se señaló a Irán como responsable pero el incidente es confuso: recuerda a falsas alarmas anteriores, como el incidente del golfo de Tonkín. EEUU también acusa a los aliados de Irán de amenazar a las tropas estadounidenses en la región.
Es cierto que, como apunta el decano de la escuela de relaciones internacionales de John Hopkins Vali Nasr, Irán desarrolla una estrategia de defensa avanzada. En vez de esperar a sus rivales dentro de sus fronteras –que, casualmente, están rodeadas de bases estadounidenses–, se enfrenta a ellos en terceros países. Aunque en ocasiones emplea a las brigadas Quds –la fuerza de élite de la Guardia Revolucionaria, presente en Siria–, por lo general actúa en conjunción con actores locales: Hezbolá en Líbano, Hamás en Palestina, milicias chiitas en Irak y, más recientemente, los huzíes en Yemen. Es por eso que Trump cuenta con una coalición regional, encabezada por sus principales socios internacionales –Israel, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos–, empujándole a adoptar una línea dura. En declaraciones al NYT, no obstante, el propio Nasr señala que el responsable del enfrentamiento actual es EEUU. El británico Cristopher Ghika, vicecomandante de la fuerza internacional que combate al Estado Islámico, ha negado que los proxis iranís en Irak y Siria estén atacando a fuerzas estadounidenses.
Fuerzas militares de EEUU en el golfo Pérsico. Fuente: The Guardian.
Los límites del poder americano
No son los únicos escépticos con la narrativa de Washington. En EEUU, los medios de comunicación no parecen dispuestos a desempeñar un papel tan sumiso como el que jugaron en 2003. Tampoco el Partido Demócrata, cuyos candidatos presidenciales están tomando la iniciativa a la hora de contener la escalada militar de Trump. El propio presidente fue electo prometiendo poner fin a las intervenciones militares de EEUU en terceros países.
La Unión Europea está menos dividida en su oposición que en 2003. España, por ejemplo, ha retirado la fragata que acompañaba al grupo aeronaval estadounidense desplegado en el golfo. Pero la Unión apenas cuenta con instrumentos para hacer valer su posición. El presidente iraní, Hasán Rohaní, ha otorgado a la UE un plazo de dos meses para mantener vivo el acuerdo. Si Bruselas se muestra incapaz de sortear el régimen de sanciones en ese plazo, Teherán podría volver a enriquecer uranio, tal vez con el fin de establecer una capacidad nuclear latente: suficiente para fabricar una bomba en un periodo de tiempo breve, pero sin cruzar ese umbral a menos que fuese necesario. China, por su parte, ha incrementando sus compras de petróleo iraní. (En el trasfondo del pulso en el golfo está presente la rivalidad Washington-Pekín. Gracias al fracking, EEUU apenas depende del petróleo del Golfo. China ahora ve agravada su dependencia energética y sufre el aumento en los precios del crudo.)
Por encima de todo, EEUU hace frente a límites materiales. Con ochenta millones de habitantes, una superficie casi cuatro veces mayor que la de Irak y fuerzas armadas veteranas, Irán es una potencia regional a la que EEUU no puede doblegar mientras mantiene frentes abiertos en Venezuela, Corea del Norte, Afganistán, China y el resto de Oriente Próximo. La última vez que el Pentágono llevó a cabo una simulación virtual enfrentando a sus efectivos regionales frente a los de Irán, el resultado fue todo menos alentador.
Queda por ver si este hecho se impone sobre los deseos de Bolton. Trump no parece tan volcado en promover una guerra como lo estaba Bush en Irak. Pero ha aumentado la posibilidad de que Irán y EEUU acaben enfrentándose accidentalmente, por errores de cálculo o de competencia básica. Otro testimonio de la deriva absurda y salvaje en la política exterior estadounidense.