Veinticinco años después de que la comunidad internacional la asumiese como un compromiso solemne con las generaciones presentes y futuras, la Convención de los Derechos del Niño hace aguas donde debería ser más fuerte. De acuerdo con los datos publicados por la oficina de investigaciones de Unicef (Centro Innocenti) en su informe Los hijos de la recesión, la pobreza infantil es un problema grave para un número demasiado alto de países prósperos en la OCDE y la Unión Europea. La “gran recesión” –un shock financiero sin precedentes que se convirtió rápidamente en una catástrofe social– ha resucitado el fantasma que había sido exorcizado en el doloroso proceso de construcción de los Estados de bienestar: que el lugar y la familia en la que uno nace determinará sus derechos y oportunidades para toda la vida.
El panorama que Unicef describe es desolador: cerca de 76 millones de niños en 41 países ricos viven en la pobreza. El último lustro ha visto crecer el número de niños y familias que experimentan problemas para satisfacer las necesidades materiales e intelectuales más básicas, como la salud, la educación y la vivienda. La epidemia de desempleo entre los padres ha obtenido una respuesta insuficiente por parte de los gobiernos, que no pueden o no quieren proporcionar la protección a la que la infancia tiene derecho. En España, en particular, la crisis ha puesto de manifiesto los agujeros de un Estado de bienestar que protege de manera desigual a los diferentes grupos sociales: mientras la pobreza de los niños crecía un 30% entre 2008 y 2012, la de los mayores de 65 se reducía a la mitad. Hoy uno de cada tres menores españoles vive en la pobreza o en riesgo de exclusión social.
Lo que es igualmente alarmante, la gran recesión está atrapando a toda una generación de jóvenes educados y capaces en un limbo de expectativas insatisfechas y vulnerabilidad perpetua. En una regresión que el economista Paul Krugman denominó con acierto “jugar sucio con nuestros hijos”, el sufrimiento de hoy se traducirá mañana en bajos niveles de productividad, dificultades para formar una familia y una profunda desafección hacia el sistema y las instituciones que debían haberles protegido en primer lugar. En un país con niveles de abandono escolar que doblan la media de sus vecinos europeos, la pobreza infantil es algo más que una catástrofe moral.
El mapa que describe los vínculos entre los indicadores macroeconómicos y el bienestar de la infancia está lejos de ser homogéneo. Un grupo pequeño pero significativo de los países desarrollados ha respondido a la crisis con planes ambiciosos y oportunos que están protegiendo a los niños de las peores consecuencias de la recesión. Muchos otros han llevado a cabo reformas parciales para garantizar derechos esenciales como el acceso a alimentos nutritivos. En algunos casos, los esfuerzos honestos de los gobiernos han sido devastados por políticas de austeridad impuestas desde fuera.
España tiene muchas explicaciones que dar a sus hijos. La respuesta de los gobiernos que han tenido la responsabilidad de hacer frente a la crisis combinó la reducción del gasto público en infancia (educación, sanidad y protección social, con una caída total acumulada de cerca del 15%) con una inaceptable de ineficacia: de acuerdo con la propia Unión Europea, las políticas de impuestos y subsidios contribuyeron a incrementar la brecha que separa a las poblaciones más vulnerables, antes que a reducirla. La idea de que esta situación se evaporará a medida que los indicadores macroeconómicos vayan recuperándose parece más bien una quimera. Incluso para las familias con empleo, la presencia de niños incrementa un 36% las posibilidades de vivir en la pobreza.
No se pueden esperar certezas frente a algo tan complejo como la crisis que viven los niños españoles. Pero resulta imperdonable que este asunto no esté situado desde hace años en el centro del debate público, como la emergencia nacional que es. Los gobiernos y las instituciones deben ser conscientes de que el coste de esta situación va mucho más allá del sufrimiento actual de las familias: podría determinar el destino de nuestras sociedades y la propia comprensión de los Estados de bienestar. Nuestra obligación como ciudadanos es lanzar una señal de alarma y exigir la respuesta concertada y eficaz de los poderes públicos. Si hay momentos en la historia que definen a una generación, este es sin duda uno de ellos.
Por Gonzalo Fanjul, Fundación porCausa.