El proceso de paz con el mayor y más antiguo grupo guerrillero de Colombia ha desafiado a sus detractores y ha llevado a 11.200 excombatientes a las puertas de la vida civil, pero el periodo posterior a la guerra no le ha ofrecido seguridad a todos. Desde que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se retiraron de sus núcleos rurales para agruparse en campamentos a principios de 2017, actores armados rivales han ocupado su lugar, librando una batalla por los despojos: el control de comunidades y territorios aislados, muchos de ellos ricos en negocios ilícitos. En Tumaco, centro de distribución de cocaína del Pacífico, en las aldeas de Chocó, o en zonas de contrabando en la frontera con Venezuela, grupos armados establecidos y nuevas facciones disidentes han atacado a las fuerzas estatales, intimidando a comunidades y pujando por convertirse en los indiscutibles caciques locales. La seguridad a nivel local es fundamental para asegurar el éxito del proceso de paz con las FARC a medida que se pasa de la entrega de armas supervisada por la ONU a reformas estructurales políticas y sociales más profundas. Los esfuerzos para combatir a los restantes grupos armados son fundamentales, pero el gobierno no debe alienar a la población y exacerbar la pobreza de tal forma que se agraven las condiciones que impulsan el crecimiento de estos grupos.
La mayoría de estas facciones armadas ahora se agrupan en torno a zonas costeras y fronterizas. Alrededor de 1.000 disidentes de las FARC, que rechazan el acuerdo de paz por varios motivos, gobiernan de facto diversos territorios, varios de los cuales dependen del narcotráfico. La segunda mayor fuerza guerrillera de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), ha negociado un cese el fuego temporal con el gobierno, pese a estar contemplando la conquista de nuevos territorios, en especial a lo largo de la costa pacífica. Las Autodefensas Gaitanistas, actualmente el mayor grupo neoparamilitar del país, combinan una jerarquía militar vertical centrada en el noroeste del país con una red de bandas locales subcontratadas. Actualmente es la principal organización narcotraficante del país.
Los prósperos negocios ilícitos –pujantes plantaciones de coca, minas de oro ilegales, redes de extorsión y contrabando– son responsables de la supervivencia y expansión de muchos de estos grupos. Pero los intereses económicos por sí solos no explican el apoyo que reciben dentro de algunas comunidades. Mediante la resolución de disputas y la defensa de los medios de vida ilícitos frente a las fuerzas de seguridad, estos grupos han establecido una forma rudimentaria y autoritaria de liderazgo político local. El Estado colombiano ha respondido mediante el Plan Victoria, de alcance nacional, desplegando 80.000 soldados y agentes policiales para que ocupen el territorio que han desalojado las FARC. Sin embargo, incluso si las fuerzas de seguridad pudieran tomar todo el territorio en disputa, la coerción por sí sola no puede establecer vínculos de confianza entre el Estado y los ciudadanos locales; por el contrario, se debe persuadir a estos de que existe una alternativa mejor que la justicia sumaria y la disciplina social impuestas por los grupos ilegales.
La siguiente fase de reformas bajo el acuerdo de paz pretende precisamente construir esa confianza entre el Estado y la ciudadanía. Incluye un sistema democrático más plural, la reintegración de excombatientes de las FARC, justicia para las víctimas del conflicto, y un programa de sustitución de cultivos de coca. Pero su implementación se enfrenta a numerosas dificultades. Los programas de reintegración integral se encuentran en suspenso. La sustitución voluntaria de los cultivos de coca, uno de los programas emblemáticos del acuerdo, requerirá un compromiso a largo plazo por parte del Estado y mucho mayor apoyo político y financiero internacional. La corrupción debilita la campaña del gobierno contra los grupos armados, y se debe contrarrestar mediante organismos más fuertes e independientes que operen dentro y fuera de las fuerzas militares y la policía. Además, se debe considerar urgentemente el diseño de nuevos enfoques judiciales que puedan alentar a otros grupos armados a dejar las armas y seguir el camino de las FARC hacia la paz.
La derrota del acuerdo inicial en un plebiscito realizado en 2016 demostró la desconfianza del público hacia el proceso de paz, planteando el riesgo de que las elecciones de 2018 lleven al poder a un gobierno decidido a reescribir o vaciar de contenido el acuerdo. La implementación del acuerdo se encuentra amenazada tanto por una oposición que piensa que le hizo el juego a la guerrilla de las FARC, como por facciones armadas que ven el acuerdo o bien como un fraude o como una oportunidad de expandirse. La combinación de una actividad armada local con una política nacional divisoria podría debilitar decisivamente el apoyo público hacia el acuerdo, a menos que los resultados del proceso de paz vuelvan a desafiar las expectativas. Para que esto suceda, el gobierno debe contrarrestar tanto a la inseguridad local como a las debilidades más amplias de la gobernabilidad local que la sustentan.
Este artículo es el resumen ejecutivo de un informe, titulado «Los grupos armados de Colombia y su disputa por el botín de la paz», publicado en la web de Crisis Group.