Escribir sobre el futuro es un negocio arriesgado. La bola de cristal está agrietada; las fuentes son escasas; las extrapolaciones, dudosas. Pero no resulta mucho más fácil recordar la historia reciente, o comprender qué ha estado pasando exactamente. Cuanto más cerca estamos del pasado, más opaco aparece este.
Tal vez estoy permitiendo que la nostalgia pase por encima de la exactitud. Pero suelo recordar un mundo de certezas, de orden global y progreso. Como ha defendido Henry Kissinger, entre otros, parecía que la infraestructura geopolítica levantada tras la Segunda Guerra mundial por Estados Unidos y unos pocos aliados podía compararse con aquella surgida del Congreso de Viena en el siglo XIX, en cuanto a sus contribuciones a la paz y la prosperidad económica. Olvidémonos de las guerras subsidiarias luchadas en nombre de las ideologías de las grandes potencias en el sur del planeta. Olvidémonos de todos esos años durante los cuales la continuidad de la paz dependía de la amenaza del Armagedón. La segunda mitad del siglo XX supuso una notable recuperación de una primera mitad que en demasiadas ocasiones parecía dar la razón a Nietzsche cuando decía que Dios había muerto. Los escombros, las cámaras de gas y los dictadores despiadados dan testimonio de lo que la civilización occidental llegó a representar.
Y entonces llegaron los días de la reconstrucción. Los vencedores de las Grandes Guerras crearon un mundo mejor con generosidad y maestría extraordinaria por parte de Washington. Las Naciones Unidas, la Unión Europea, la Organización Mundial del Comercio y el Banco Mundial, junto a la ininterrumpida difusión de la democracia y el Estado de Derecho, prometieron y proporcionaron un mundo mejor a millones de personas.
Los escombros, las cámaras de gas y los dictadores despiadados dan testimonio de lo que la civilización occidental llegó a representar
¿Qué pasó entonces? ¿Cuándo y cómo cambiaron las cosas? ¿Cuándo cambió el mundo de rumbo y tomó un nuevo camino en dirección a quién sabe dónde?
Quizá el momento del cambio llegó en el momento del triunfo aparente. El imperio Ruso había colapsado junto a la Unión Soviética, y con ello la promesa o la amenaza de la hegemonía comunista. China, India y otros abandonaron el Socialismo del Tercer Mundo y se unieron a la economía global. El Nuevo Orden Económico Internacional se impuso, pero sobre las bases de los mercados emergentes y el capitalismo. Las revoluciones democráticas bullían a lo largo del globo.
Desde entonces, las viejas certezas se han desmoronado en un estrépito de dudas y confusión. El auge económico de China parece tambalearse, dando alas a la perspectiva, según Larry Summers, de una recesión mucho más severa que las sufridas por otras economías de rápido crecimiento. EE UU continúa como la única superpotencia real, pero parece haber perdido la confianza en sí mismo y el entusiasmo por ejercer un liderazgo global en algún lugar entre los desiertos desagradecidos de Mesopotamia y las salas de reuniones de los comités del Capitolio.
Para algunos, Europa resulta tan decadente como una película de Sorrentino; en el mejor de los casos, navega entre los sueños del pasado y las duras opciones del presente, ostentosa e introvertida o competitiva y abierta. Estados fallidos, desde Asia central y occidental hasta el Sahel, exportan sus problemas y población. Las perspectivas deprimentes de los más pobres del planeta, el millardo de abajo, amenazan con convertir buena parte del globo en un campo de batalla darwiniano.
Podemos ver un punto de luz al final del túnel en el acuerdo global sobre cambio climático: demasiado tarde y demasiado poco, pero al fin algo sobre lo que construir el futuro. Esta amenaza nos recuerda, además, que los problemas que nos aquejan solo pueden ser resueltos de manera efectiva mediante la cooperación internacional. Quizá las personas sí que son conscientes de que nuestro futuro depende de ese sentido de intereses comunes y humanidad compartida, y sin embargo ni ellos ni los líderes que los representan actúan como si lo fuesen.
En EE UU y Europa los políticos evitan, temerosos, desafiar a sus votantes con las crudas realidades del siglo XXI
Este es sin duda el gran desafío de nuestro tiempo. A mitad del siglo pasado, las viejas democracias asumieron la tarea de conseguir que la cooperación funcionase y crearon instituciones que pudiesen canalizar y gestionar esa empresa común. La retórica iba por delante de la realidad. Siempre lo hace. Pero la ONU y su red tuvieron un éxito real a pesar de la tosquedad rusa de los primeros años y la ambivalencia de largo recorrido de las grandes potencias acerca de ceder autoridad a un gobierno cuasi-global. Sin embargo, hoy, junto a la autoridad de otras organizaciones regionales como la UE, la credibilidad y legitimidad de la soberanía compartida como medio para superar esas reticencias o acabar con las fronteras nacionales están desacreditadas o son ignoradas.
La globalización económica y las maravillas de la tecnología de la información deberían haber allanado fronteras y proporcionarnos una conciencia aún más acusada de los desafíos y la humanidad compartidos. Por el contrario, parecen haber tenido poco impacto.
¿A qué problemas podemos hacer frente sin estar unidos? Migraciones masivas, narcotráfico, crimen organizado, el comercio moderno de esclavos, el alcance violento de la de desolada rabia terrorista… la única respuesta efectiva a problemas como estos es trabajar unidos. Creamos instituciones para lograr esa acción conjunta; ahora, o bien hemos olvidado como solían funcionar, o no queremos asumir los riesgos de intentar que vuelvan a funcionar.
En EE UU y Europa –los cuales cargan con una responsabilidad particular acerca de la efectividad de todas esas instituciones globales– los políticos evitan, temerosos, desafiar a sus votantes con las crudas realidades del siglo XXI. ¿Decir la verdad a tus conciudadanos es la manera más rápida de perder el cargo? Tal vez, pero seguro que no para siempre. De hecho, si ninguno lo intenta, esos líderes políticos perderán de todos modos sus cargos y mucho más. Ya no es suficiente para presidentes y primeros ministros electos, como le sucedía al abate Sieyès durante la Revolución Francesa, considerar la mera supervivencia un triunfo.
¿Puede el sistema político americano, en excesivo partidista, dominado por el dinero, recobrar su vitalidad como ejemplo de la democracia? ¿Puede la política europea recuperar la moral, con líderes europeos contándole a sus ciudadanos más cosas de las que estos están cómodos oyendo? Parece haber un conjunto de preguntas existenciales acerca de la manera en que las democracias más antiguas gestionan sus asuntos. Tal vez incluso sin un esfuerzo democrático real, incluso sin volver a confiar en la razón y en la voluntad de los votantes de comportarse racionalmente, podríamos de algún modo apañarnos, salir del paso en los próximos años. El peligro es que apañarse ya no es suficiente. El peligro es que no podemos apañarnos y no nos apañaremos. El peligro es que estamos en el filo de la navaja en lo que Matthew Arnold describía como “esta llanura sombría”. El peligro es que esta vez caeremos.
Artículo de la serie “El futuro del conflicto” de International Crisis Group para celebrar el 20º aniversario de la organización. politicaexterior.com publicará en español los 20 ensayos de la serie.