No es fácil ser europeo hoy día. Dejemos a un lado el trauma del Brexit, el auge del populismo de derechas, la introspección metafísica sobre la naturaleza del proyecto de integración o las divisiones internas, más acusadas por todo lo anterior. Lo que queda es una Europa cuya política exterior sufre la presión de tres grandes potencias: Estados Unidos, Rusia y China, cada una de las cuales se relaciona con Europa a su manera, cada vez más propensas a ignorar, evitar, dividir o intimidarla para lograr sus propios fines. Europa lucha por encontrar su voz bajo la presión.
Viniendo de Moscú o Pekín, la presión no es ni sorprendente ni nueva. Es cierto que Rusia ha sido más firme en los últimos tiempos, una tendencia ejemplificada por sus tratos en Siria y Libia. Moscú participó de boquilla en el proceso de Ginebra destinado a alcanzar un acuerdo político para el conflicto sirio y en el que Europa ha invertido mucho, incluso cuando estableció en paralelo el canal de Astana, más frío y eficaz, con Irán y Turquía. Ahora parece estar buscando lo mismo en Libia. Moscú respaldó la conferencia de Berlín liderada por Europa, destacando la necesidad de un acuerdo político de base amplia, el respeto por el embargo de armas y un alto a la interferencia externa. Todo ello pese a su ayuda al mariscal de campo Jalifa Haftar en su lucha contra el gobierno reconocido internacionalmente y pese a tratar de resolver asuntos directamente con el principal patrocinador extranjero de ese gobierno, Turquía.
Por su parte, China es más parecida a un corredor de larga distancia. Es menos visible pero igualmente constante, empujando obstinadamente su agenda a través de la diplomacia económica coercitiva y obligando a Europa a tomar decisiones difíciles cuando se trata de equilibrar sus lazos con Washington y Pekín.
Pero sobre todo durante el último año, el que ha cambiado las reglas del juego ha sido EEUU. Una y otra vez, la administración presidida por Donald Trump ha tomado decisiones y ha adoptado políticas que afectan a Europa sin tener en cuenta sus puntos de vista.
Pese a todo, la administración Trump presta, en cierto sentido, un servicio irónico a la Unión Europea, dando alas a la necesidad de una política exterior europea más soberana, idea que algunos líderes del continente defienden desde la guerra de Irak de 2003, cuanto menos. Entonces, la que podría calificarse como la decisión más dramática –y prácticamente unilateral– de EEUU desde el final de la guerra fría provocó unos efectos nocivos con los que Europa aún lidia. Ahora, al convertir una actitud intermitente en un enfoque sistemático, Trump podría ayudar a los europeos a despertar.
Sea o no el presidente de Francia, Emmanuel Macron, el europeo más despierto, su llamamiento a una UE más autosuficiente militarmente (para proteger sus intereses cuando otros no lo hagan), diplomáticamente autónoma (para plantear sus propias posiciones cuando EEUU no lo haga) y económicamente independiente (para eludir las sanciones de EEUU cuando están destinadas a prohibir comportamientos legítimos) merece nuestra atención. También amerita una buena dosis de realismo, desde luego, porque una política exterior europea más efectiva requiere una unidad y una visión estratégica que a menudo han faltado.
En el frente militar, una serie de decisiones de Trump ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de Europa ante las fluctuaciones del estado de ánimo de EEUU. La semi-retirada de las tropas estadounidenses del noreste de Siria, el asesinato de Qasem Soleimani y de un líder de la milicia chií iraquí, y los planes de Washington de reducir o incluso eliminar su presencia militar en África occidental podrían tener repercusiones descomunales en la seguridad europea. Los dos primeras decisiones porque las fuerzas europeas en Siria e Irak dependen del apoyo de EEUU y porque cualquier reducción podría dañar la campaña contra el Estado Islámico. La tercera porque afecta al Sahel, visto en Europa como una puerta de entrada para el terrorismo y los flujos migratorios hacia el continente. Sin embargo, Europa no tuvo voz en ninguno de estos casos.
Establecer una fuerza europea más autónoma requeriría superar formidables obstáculos políticos, económicos y logísticos. Incluso entonces, se enfrentaría una realidad que en Washington han tardado en comprender; a saber: que abordar desafíos como el terrorismo a través de medios puramente militares no funciona. Esta no es una lección fácil, ya que los líderes políticos sienten el peso de la ansiedad pública y, en consecuencia, la necesidad de anunciar medidas enérgicas, de sacar músculo. Pero los hechos hablan por sí mismos: en el Sahel, los intensos esfuerzos militares dirigidos contra los yihadistas han ido de la mano de un aumento en las operaciones de esos mismos grupos. Fuerza autónoma o no, Europa debería equilibrar mejor las operaciones militares con la política, incluido el apoyar los esfuerzos para calmar divisiones intercomunales que apuntalan la violencia y, posiblemente, entablar un diálogo con ciertos líderes militantes. Aun así, una mayor capacidad europea para desplegar sus tropas –ya sea en la forma del ejército europeo defendido por Macron y la canciller alemana, Angela Merkel, o de otro tipo– podría dar al continente una mayor capacidad para proteger sus intereses.
En el frente diplomático, Europa podría hacer mucho para defenderse frente a la deficiencia o negligencia estadounidense. Tomemos un ejemplo: los dramáticos giros de 180 grados de EEUU en el conflicto palestino-israelí, desde el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y su anexión de los Altos del Golán, hasta decretar que los asentamientos no violan el Derecho Internacional. Otros esperan su turno ahora que la administración estadounidense presente ante el mundo su esperado (y mal nombrado) plan de paz.
Forjar una posición europea unida que se oponga con claridad a EEUU no es un desafío pequeño, dadas las divisiones entre las capitales europeas. Tampoco está claro que Europa pueda pasar de brindar apoyo retórico a la solución cada vez más ilusoria de los dos Estados, a adoptar una postura que defienda que, con independencia de lo que ocurra en los Territorios Ocupados, todos los palestinos que caigan bajo el control israelí han de disfrutar de los mismos derechos. Aun así, una voz europea que haga de contrapeso a la estadounidense sería bienvenida, dada los intereses del continente en la estabilidad de Oriente Próximo.
Por último, en ninguna parte las implicaciones de la impotencia financiera europea son más severas que en el asunto iraní. La retirada de EEUU del acuerdo nuclear y la imposición de una presión máxima sobre Irán han tenido consecuencias negativas en cascada para Europa, desde el incumplimiento gradual por parte de Irán de sus compromisos nucleares y el aumento de los ataques en el Golfo, hasta el debilitamiento de la lucha contra el Estado Islámico. En respuesta, los Estados europeos han tratado de proporcionar a Irán un modesto alivio económico para convencerlo de permanecer en el acuerdo y moderar su comportamiento. Pero la amenaza planteada por las sanciones de EEUU –dirigidas a negocios europeos cuyas actividades cumplen con sus obligaciones internacionales, nada menos– ha obstaculizado esos esfuerzos. Si el dominio de EEUU sobre los mercados globales significa control estadounidense sobre capítulos de la política exterior europea, el desafío para Europa es encontrar formas efectivas de eludir el sistema financiero actual y establecer un sistema que escape a la larga sombra de EEUU.
Insistamos: no es fácil ser europeo estos días, atrapados en varios dilemas nada envidiables. Europa puede mantenerse junto a EEUU pese a los desacuerdos significativos y sentirse impotente; puede desafiar a EEUU asumiendo las previsibles represalias y lidiar con los daños; puede cubrir sus apuestas reforzando los lazos con los otros grandes poderes a pesar de la profunda discrepancia en los valores y en las respectivas visiones del mundo, y sentirse vulnerable.
Con independencia de lo que haga, no debe cambiar un aspecto central de la identidad europea moderna: un sentido de responsabilidad cuando se trata de resolver las situaciones más peligrosas del mundo, y la capacidad y los recursos para marcar la diferencia. Como describe la lista de vigilancia de la Unión Europea de Crisis Group de 2020, los conflictos en los que Europa puede desempeñar un papel constructivo son innumerables, desde áreas de considerable interés geopolítico (como Irán o Ucrania) hasta aquellas que sufren ante el desinterés internacional, como los Grandes Lagos, Burkina Faso o Bolivia. Al lanzarse a resolver estas crisis y buscar un papel militar, diplomático y financiero más autosuficiente, el continente no daría carpetazo a su crisis de identidad. Pero podría ayudar a hacer del mundo un lugar más seguro para cuando finalmente dé el paso.
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