La ignorancia y la indiferencia, no la rivalidad de las superpotencias y los conflictos subsidiarios de la guerra fría, mataron a las víctimas del colapso de la antigua Yugoslavia. Las posibilidades de prevenir las masacres, los flujos de refugiados y la destrucción habrían sido mucho mejores con propuestas políticas inteligentes apoyadas al más alto nivel. Esta laguna fue el ímpetu principal para los hombres y mujeres que crearon el International Crisis Group (ICG) en 1995.
La esperanza de nuestros fundadores fue que esos catastróficos fallos políticos no se repitiesen. Desde entonces, políticos, diplomáticos, activistas han confiado en el ICG para conseguir detallados análisis sobre el terreno sobre situaciones complejas y recomendaciones políticas independientes. Por un momento, el mundo disfrutó de un declive de los conflictos, a medida que mejoraban los mecanismos para el establecimiento y mantenimiento de la paz.
Pero aquí estamos, con una guerra en Siria que ha causado ya más de 250.000 muertos y desplazado a 12 millones de personas; con el retorno de las grandes disputas entre potencias en Ucrania, Siria y, de un modo diferente, en el mar del Sur de China; y con una nueva agenda transnacional yihadista que infecta un número creciente de conflictos que, en origen, eran meras disputas locales.
La amenaza de la gran guerra ha vuelto, mientras nuevas formas de violencia –ciberataques, guerras híbridas y terrorismo a escala global– redefinen los conflictos.
Estas nuevas formas amenazan con revertir el progreso alcanzado desde la guerra fría y desafían el orden legal que emergió tras la Segunda Guerra mundial. La cuestión no es que actores violentos no estatales amenacen el orden internacional basado en la soberanía de los Estados. El problema es que los propios Estados cada vez hacen un mayor uso de la fuerza en situaciones que fuerzan o violan el principio fundador de las Naciones Unidas que prohíbe el uso de la fuerza salvo en casos de legítima defensa, o cuando el Consejo de Seguridad lo autoriza en el interés de la paz y la seguridad internacionales.
¿Está en riesgo la tendencia a largo plazo hacia un mundo más pacífico y con menos conflictos?
La respuesta desde el ICG es que nuestra responsabilidad es demostrar que los pesimistas se equivocan. La guerra nunca está predestinada, es siempre un desastre provocado por el hombre. Todos debemos trabajar para entender la nueva situación y adaptarnos a ella.
Primero, la naturaleza del conflicto está cambiando.
No es suficiente con decir que hay más conflictos intra que interestatales. En un mundo que es tan multinivel como multipolar, los conflictos también tienen diferentes niveles: la mayoría de los conflictos tienen fuertes raíces locales, pero suelen ser manipulados por poderes externos o secuestrados por ideologías transnacionales.
El mundo ya no es el terreno de juego estratégico de arriba abajo que solía ser durante la guerra fría, pero resultaría cándido pensar que un análisis puramente de abajo arriba podría explicar los conflictos recientes. Ucrania es sobre Ucrania, pero es también sobre Rusia y Occidente. Siria es sobre el régimen de Bachar el Asad, pero también sobre la rivalidad entre Irán, Turquía y Arabia Saudí, y sobre la expansión del yihadismo transnacional.
Los Estados están perdiendo su protagonismo como terreno donde se juega la política, y compiten con otros actores, benevolentes o malevolentes, cuyos objetivos pueden no estar confinados a las fronteras de un país en concreto.
Segundo, admitamos que enfrentados al conflicto y el cambio, no existe tal cosa llamada “comunidad internacional”.
Nunca la hubo, pero sí la pretensión de que existía, y dicha pretensión era útil. Señalar la hipocresía puede ser el inicio de la virtud, y los canallas del mundo quizá se lo piensen dos veces antes de desafiar de manera brutal un consenso internacional superficial, pero operativo. Este ya no es el caso: normas establecidas y emergentes, así como valores considerados universales hace una década, son hoy abiertamente atacados como consecuencia de un orden injusto impuesto por las potencias occidentales.
De hecho, podemos argüir que las potencias occidentales tiene una parte significativa de responsabilidad en la descomposición del orden internacional: lanzaron una operación militar en Irak sin la autorización explícita de la ONU y utilizaron la doctrina de la responsabilidad de proteger como cobertura para una política de cambio de régimen en Libia. Ambas acciones han tenido consecuencias desastrosas.
Al ser acusadas de doble rasero, las potencias occidentales han perdido autoridad moral.
Rusia es el principal portavoz, pero no el único, de esta visión. Moscú ha dejado claro que el periodo tras el colapso de la Unión Soviética es un punto bajo en la historia rusa que hay que cambiar.
Al tiempo que abiertamente revisionista, Rusia es, al igual que China, una potencia conservadora. Recela de normas nuevas que sirvan de base para derrocar autoridades establecidas que abusen de su poder. Considera que doctrinas emergentes como la responsabilidad de proteger minan las reglas menos ambiciosas acordadas en 1945, que defendían la soberanía de los Estados. Además, se opone a revoluciones que siempre considera fruto de fuerzas extranjeras.
Por otro lado, las potencias occidentales cuestionan un orden internacional en el que la soberanía puede proteger a un gobierno que ejerza una violencia desmedida contra sus propios ciudadanos, y aspiran a un orden mundial donde todos los gobiernos tengan que rendir cuentas.
En ese sentido, son potencias revolucionarias, defensoras del cambio, siempre que sea por medios pacíficos. Pero, preocupadas por la pérdida de los privilegios ganados tras 1945, también son conservadoras a la hora de compartir la mesa de la alta política internacional, como la estructura del Consejo de Seguridad.
La mayoría de los países –aquellos que no pertenecen al campo ruso, chino u occidental– intentan evitar ser arrastrados hacia este debate, incluso en esas ocasiones donde simpatizan con los valores defendidos hoy día por las potencias occidentales en exclusiva. No hay un acuerdo sobre el status quo, pero tampoco sobre el marco para cambiarlo.
¿Dónde deja esto a aquellos, como el ICG, que desde luego no están satisfechos con un status quo que infringe un enorme sufrimiento a millones de personas, y que por tanto están dispuestos a apoyar algunos aspectos de la agenda occidental, pero que se identifican por completo solo con una de las partes: las víctimas de los conflictos? ¿Dónde deja esto a aquellos que entienden el juego del poder, pero que son del todo conscientes de los peligros, en la era nuclear, de un mundo donde una política de poder sin principios sea de nuevo el marco de referencia?
Como pragmáticos con principios creemos que la realidad del doble rasero no justifica la ausencia de ningún rasero, y que múltiples errores no conforman un acierto.
Pero en un mundo más fragmentado y complejo, la prevención y resolución de conflictos, como los propios conflictos, tienen que ser multinivel. Y abordar sus dimensiones local, regional y transnacional.
Nuestro mundo se ha vuelto menos inteligible y definir el debate es cada vez más importante. Los líderes políticos han perdido parte de su capacidad para controlar los resultados y numerosos actores, de abajo arriba, necesitan ser influenciados. A falta de un marco de referencia compartido, diferentes audiencias requieren diferentes argumentos. Es mejor involucrar que dar lecciones.
Más aún, todos hemos aprendido por las malas que no hay respuestas obvias a los mayores desafíos de nuestro mundo.
Hay dudas acerca de la utilidad y eficacia de la intervención internacional, sea conducida por Estados Unidos, la OTAN o cascos azules de la ONU. Dudar es saludable cuando la duda brota de la conciencia del inevitable riesgo moral de intervenir en las vidas de otros, y conduce a una mayor humildad.
Pero también debemos aprender a reconocer más rápido cuándo y cómo movilizar y legitimar nuevas formas de acción colectiva. Esto significa combatir la creciente tentación de atrincheramiento, basada en la percepción de que el mundo es demasiado complicado para una efectiva intervención humana. Nunca nuestros destinos han estado tan entrelazados, incluso ahora que somos una comunidad internacional menos cohesionada. A medida que crece el riesgo de conflictos más peligrosos y complejos, podemos convertir la complejidad del mundo en algo positivo, y utilizar la fluidez del reparto de poder actual para encontrar nuevos aliados.
Mientras buscamos nuestro camino en los conflictos a través de esta jungla moral cada vez mas compleja, ICG no olvida que la brújula en nuestra búsqueda de la paz y la seguridad en las últimas dos décadas ha sido el compromiso con las victimas de hoy y de mañana. Al otear las dos próximos décadas, no debemos perder de vista nuestra convicción de que nunca hay excusas para la ignorancia y la indiferencia.
Artículo de la serie «El futuro del conflicto» de International Crisis Group para celebrar el 20º aniversario de la organización. politicaexterior.com publicará en español los 20 ensayos de la serie.