En 1981, Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, subió de la noche a la mañana los tipos de interés americanos al 20%. Las consecuencias de este shock fueron demoledoras para las economías latinoamericanas, que acumulaban volúmenes considerables de deuda pública a lo largo de las décadas anteriores. Esta vez, el shock a la economía argentina no lo ha descargado la Fed, pero sí otro órgano a que el electorado estadounidense no ha votado: la Corte Suprema.
La historia en cuestión se remonta a las dos restructuraciones de la deuda de Argentina que tuvieron lugar durante los gobiernos de Néstor Kirchner. El volumen a negociar era de 81.000 millones de dólares, la mayor suma de la historia en un proceso de este tipo. Aunque el 93% de los acreedores aceptaron la reestructuración, un 7%, aprovechando la ausencia de cláusulas de acción colectiva, se negó a aceptar el resultado, exigiendo una compensación mayor. Entre esa minoría, dos fondos de inversión –NML y Aurelius, conocidos ya como “fondos buitre” en Argentina– lograron en 2012 que Thomas Griesa, juez del distrito de Nueva York, emitiese un fallo en su favor.
El fallo de Griesa obligaba al gobierno argentino a pagar 1.300 millones de dólares, más intereses, a ambos fondos. También impide el pago del resto de la deuda reestructurada a través de Nueva York mientras no se pague a los fondos. De cumplir el fallo, Cristina Fernández de Kirchner se vería en la obligación de desembolsar un total de 16.500 millones para aplacar al resto del 7% que no aceptó las restructuraciones. Perder semejante suma –la mitad de las reservas del Banco Central–, desbordaría a la economía argentina, actualmente debilitada por elevados índices de inflación.
El gobierno argentino recurrió a la Corte Suprema de EE UU, que, el 16 de junio, ratificó el fallo contra Argentina. Así las cosas, y con el día 30 como fecha de vencimiento de un pago de la deuda reestructurada, Férnandez de Kirchner se encuentra en una situación delicada. Axel Kicillof, ministro de Economía argentino, ha comenzado un proceso de negociación con Griesa mediante abogados de Cleary Gottlieb Steen & Hamilton. También ha anunciado que desembolsar los 16.500 millones condenaría a Argentina al impago de su deuda.
La gestión económica de los Kirchner con frecuencia se ha caracterizado por una seguridad jurídica que brilla por su ausencia. Así ocurrió, por ejemplo, con la expropiación de YPF. Esta vez, sin embargo, la presidenta no está desencaminada al catalogar el fallo como una extorsión. Pagar sin negociar supondría dar preferencia al 7% que rechazó las condiciones de la reestructuración, en detrimento de la inmensa mayoría que las aceptó.
En un momento en que los niveles de endeudamiento público y privado se han disparado a lo largo del mundo, acatar el fallo supondría un varapalo para futuros procesos de restructuración de deuda. Como en su momento señaló el Financial Times, “si el fallo de Griesa asienta un precedente, un solo acreedor será capaz de excluir a un deudor soberano de los mercados internacionales indefinidamente”. Reestructurar la deuda soberana es, con frecuencia, el último cartucho que les queda por quemar a países acorralados en una espiral de endeudamiento insostenible. La agencia de calificación Moody’s calcula que en los últimos 15 años han tenido lugar 36 procesos de restructuración de deuda soberana.
El peligro que encierra el fallo no ha pasado desapercibido en el resto del mundo. Brasil, México, y Francia han criticado la posición de Griesa. Incluso el Fondo Monetario Internacional y la administración de Barack Obama, poco sospechosos de actuar al servicio de Argentina, se han distanciado de la decisión de Griesa. La solvencia de Argentina, sin embargo, la decidirán los tribunales –y agencias de calificación como Standard & Poor’s, que acaban de rebajar su calificación de deuda.