La crisis de refugiados está provocando un terremoto en todos los niveles de la Unión Europea. Si hasta ahora suponía una conmoción institucional y de valores, ahora ha hecho que Bruselas comience a reaccionar en el ámbito tanto de su política de vecindad como de su política de ampliación. Lo hemos visto en la reunión de la canciller alemana, Angela Merkel, con el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, donde se acordó no solo la concesión de ayudas financieras, sino que también se dejó caer la posibilidad de una reapertura de las negociaciones de adhesión y en concreto las correspondientes a los capítulos 17, 23 y 24, aquellos dedicados al euro y las cuestiones relacionadas con temas migratorios.
Si esto sucedía hace una semana, hace apenas unos días el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, a iniciativa alemana, convocaba una cumbre en la que estarían presentes todos aquellos países afectados por la llamada ruta de los Balcanes. En esa reunión participarían por vez primera en aparente igualdad de condiciones Macedonia y Serbia, junto con un grupo reducido de Estados miembros, algunos de ellos antiguos compañeros de viaje en la maltrecha Yugoslavia, como Croacia y Eslovenia.
Esta reunión se daba en un clima de tensión entre los países balcánicos, fueran o no miembros de la UE. Otra de las consecuencias directas de esta crisis ha sido desestabilizar una región muy castigada no solo por las guerras de la década de los noventa, sino también por la grave situación socioeconómica que sufre en estos momentos. Estos países se han convertido sin quererlo en foco de atención de toda Europa debido a la ingente llegada de desplazados procedentes en su mayoría del conflicto de Siria, pero también de Afganistán, Eritrea o Irak, entre otros. Los números de llegadas –7.000 personas en un solo día a Croacia, más de 3.000 a Macedonia a diario– han hecho que desde agosto el corredor balcánico se haya convertido en un auténtico cuello de botella para los desplazados. Los medios de los que disponen estos países son escasos, y una vez que la estrategia de abrir paso hacia Hungría se vio impedida por el levantamiento de vallas y cierre de frontera ordenado por el gobierno de Viktor Orbán, las nuevas rutas de acceso a Europa se desviaron de manera inevitable, primero hacia Croacia, luego Eslovenia. La lucha no tan encubierta por intentar que los refugiados pasarán al siguiente país de la cadena ha provocado un deterioro de las relaciones entre Serbia, Croacia y Eslovenia. Son países que durante los últimos veinte años han estado intentando tejer buenas relaciones de vecindad tras las guerras fratricidas que terminaron con Yugoslavia y que ahora de un plumazo se están viniendo abajo como un castillo de naipes. A lo anterior habría que añadir un factor que no es baladí: algunos de estos países son candidatos a entrar en la UE, otros ya están dentro, lo que establece de manera automática relaciones de desigualdad en sus posiciones.
Este deterioro diplomático, la presencia masiva de refugiados vagando por calles y plazas, junto con la inestabilidad socioeconómica por la que atraviesan y que se manifiesta a través de un incremento de la movilización social en prácticamente todos los países de la región –desde Bosnia en 2014, Macedonia la pasada primavera, o durante las últimas semanas en Montenegro–, hace que el riesgo de inestabilidad sea muy alto. A todo ello hay que sumar los elevados niveles de migración económica en dirección a Alemania, en especial con origen en Kosovo, pero no solo, y que irremediablemente están siendo repatriados en porcentajes cercanos al 90% de las llegadas.
Y ante esta situación la Unión Europea continúa mirando hacia otro lado. En este momento lo único prioritario para Bruselas es contener los flujos de desplazados en Turquía, Grecia y los Balcanes, lo más lejos posible de los centros neurálgicos europeos. Parece que no se da cuenta de la bomba de relojería que se encuentra a sus puertas. Con países que continúan esperando que la perspectiva europea se materialice de alguna forma, muy deteriorados económica y socialmente, y en los que la acción europea está fracasando de manera estrepitosa. Con dos pseudo-protectorados –Kosovo y Bosnia– en los que el inmovilismo político e institucional está convirtiéndolos, si no lo eran ya, en Estados fallidos. Y con los candidatos oficiales a la integración europea sumidos en profundas crisis sociales causadas por los altos niveles de corrupción de una clase gobernante que ha continuado reproduciendo los caciquismos que llevaron las guerras de los noventa.
Quizás una visión optimista de esta situación es ver a la crisis de refugiados como una oportunidad para impulsar el proyecto europeo en la región de manera más coherente y comprometida que en el pasado, evitando también cometer los errores de anteriores procesos de ampliación.