“Nosotros los líderes del G-20 estamos convencidos de que trabajando juntos podemos asegurar un futuro próspero a los ciudadanos del mundo”. Así se abre la declaración final de la última cumbre del G-20, celebrada en Seúl el 11 y 12 de noviembre de 2010, y secundada por todos los participantes. A partir de ahí, han brillado más los desacuerdos que los acuerdos.
Sin embargo, “los riesgos permanecen”, como se reconoce en la declaración final. “Algunos de nosotros experimentamos un crecimiento fuerte, mientras que otros se enfrentan a un niveles elevados de desempleo y una lenta recuperación. El crecimiento dispar y los crecientes desequilibrios alimentan las tentaciones por alejarse de soluciones globales y optar por acciones descoordinadas. No obstante, las acciones políticas sin coordinar sólo empeorarán la situación”, expone el punto número siete de dicha declaración.
El trabajo del G-20 es conseguir una respuesta coordinada a los peligros económicos que acechan a la sociedad internacional. “El G-20 anticipa la gobernanza planetaria del siglo XXI”, afirmaba Sarkozy ante la primera cumbre del grupo de los 20, en otoño de 2008. Gideon Rachman, analista del Financial Times, responde con cierta sorna: “Estos días el G-20 más parece anticipar los conflictos internacionales del siglo XXI”.
En efecto, a pesar de las amenazas comunes y de reconocer la necesidad de actuar, la última cumbre del G-20 parece haber fallado a la hora de enfrentarse a algunos de los problemas críticos que amenazan la estabilidad del sistema internacional.
Según Gideon, la tensión en la mayoría de los asuntos gira en torno a EE UU y China, pero aclara que el mundo no está dividiéndose entre proamericanos y prochinos. El mundo, explica Gideon, se divide en torno a siete ejes principales. Algunos ejemplos: está el eje del déficit y, frente a este, el eje del superávit. Los primeros, que sufren grandes déficit en la balanza comercial y por cuenta corriente, quieren que el G-20 discuta acerca de los desequilibrios económicos globales; los segundos se muestran escépticos acerca de la necesidad de acción en esta materia. En el primer grupo destaca EE UU; en el segundo, China, a la que se han sumado Alemania, Japón y Arabia Saudí.
Otro campo de batalla: los tipos de cambio. Ahí los países se dividen entre manipuladores y manipulados. EE UU acusa a China de manipular su divisa al depreciar de manera deliberada el yuan. China responde que es EE UU quien manipula los mercados mediante la impresión de dólares, el conocido como ajuste cuantitativo. Y al resto del G-20 lo que le preocupa es quedar atrapados en mitad del fuego cruzado entre los dos gigantes económicos. Algunos países, como India, se preocupan más por la depreciación de yuan; otros, como Alemania, por los movimientos estadounidenses. A ninguno, sin duda, le gustaría quedar atrapado en mitad de una guerra cambiaria.
“No hay acuerdo sobre los tipos de cambio ni sobre los desequilibrios externos. Ni siquiera nos podemos de acuerdo sobre cuándo retomar la discusión”, reconocía el portavoz del gobierno coreano al final de la primera jornada de reuniones. Donde sí ha habido un acuerdo (aunque sea de mínimos) es en el establecimiento, para 2011, de una serie de guías indicativas, vagas en opinión de los enviados especiales del Financial Times, que medirán el nivel de desequilibrio en las balanzas por cuenta corriente. Si estas guías determinan que el desequilibrio llega a niveles peligrosos, los países implicados tendrían que tomar medidas. Será el Fondo Monetario Internacional el que vigile la evolución de estos indicadores.
Para más información:
Manuel de la Rocha Vázquez, «Crisis y gobierno: por una globalización más democrática». Política Exterior núm. 135, mayo-junio 2010.
Francisco Javier Urra, «Por una nueva arquitectura financiera multilateral». Política Exterior núm. 129, mayo-junio 2009.