La ironía no se les escapaba a aquellos que han seguido la política exterior de Angela Merkel. El 19 de enero, la canciller alemana acogió a diferentes líderes mundiales en Berlín para intentar forjar un alto el fuego en Libia. Fue una decisión de alto riesgo. Y simbólica. En 2011, Alemania se abstuvo ante un mandato de la ONU para intervenir en Libia.
En esta megacumbre nunca hubo intención por parte de los dos principales rivales en Libia, el primer ministro, Fayez Serraj, y el general Jalifa Haftar, de sentarse a la mesa de negociaciones, y mucho menos de encontrarse cara a cara. Aun así, su presencia en Berlín (precedida por los intentos fallidos en Moscú, por parte de Rusia y Turquía, para hacer algún progreso) se sumó a un acuerdo alcanzado por los líderes mundiales –incluidos algunos de los involucrados en Libia en cada bando del conflicto– para respetar el embargo de armas. Esto mostró la determinación de Merkel de tratar de poner fin a esta guerra. Podría llegar a ser su legado.
Hace nueve años, la reputación de Alemania entre sus aliados occidentales estaba casi destrozada. Acababa de lograr un período de dos años en el Consejo de Seguridad de la ONU. Cuando se convocó una votación para intervenir en Libia bajo el mandato de la responsabilidad de proteger (R2P por sus siglas en inglés), el gobierno de Merkel se abstuvo. Sus aliados más cercanos —Francia, Reino Unido y Estados Unidos— quedaron estupefactos, particularmente desde que Berlín fue acusado de ponerse del lado de Rusia.
Dentro del país, hubo un gran nerviosismo tras la decisión del gobierno. Y cuando poco después este se negó a unirse a la coalición de la OTAN que atacó Libia (la transformación del mandato del R2P al cambio de régimen, por cierto, no pasó desapercibida en Rusia), Alemania fue considerada un aliado poco confiable.
Como se vio después, la decisión de Alemania fue la acertada –a pesar de que Merkel lo comunicase tan mal–. La canciller había visto cómo la coalición militar liderada por EEUU en Irak acababa en un fracaso descomunal. No hubo un plan para el día en que el régimen de Sadam Hussein fuese derrocado. Lo mismo aplicaba a Libia. Cuando el Muamar Gadafi cayó, ni la OTAN ni la ONU tenían un plan para el día después.
Francia y Alemania pagarían un precio muy alto por la guerra en Libia.
Los soldados y los ejércitos de mercenarios que habían operado en Libia abandonaron el país con rapidez, trasladándose con sus armas a Malí y a otros lugares del Sahel. Desde entonces, Francia, la antigua potencia colonial, ha estado librando una guerra –con el apoyo de EEUU– para contener el terrorismo islámico, el tráfico y la creciente inestabilidad en la región. Basta con mirar el número de bajas en la zona.
Alemania tampoco se ha salvado. Con la guerra, más la inestabilidad en el vecindario, Libia se ha convertido en una de las principales rutas para los migrantes y refugiados que desean cruzar el Mediterráneo hacia Europa. Los contrabandistas y traficantes han hecho su agosto. Los esfuerzos de la Unión Europea para detener el flujo con la Operación Sophia han sido tibios, por decirlo son suavidad. Al final, las políticas exteriores y doméstica de Merkel se han convertido en sinónimo de migración.
En 2015, con la guerra siria infringiendo un sufrimiento indescriptible a los civiles, Merkel abrió las fronteras a más de un millón de personas que huían de ella. La canciller ha heredado las políticas fallidas de la OTAN en Libia, las políticas estadounidenses fallidas en Irak y el ignominioso fracaso diplomático y político de Occidente en Siria.
El juego de la culpa es tan amplio y profundo como la violencia y la destrucción en Libia, Irak, Siria y también Yemen, esa guerra olvidada. Y como Alemania no desempeñaba ningún papel diplomático o político consecuente en la región, Merkel, por razones éticas y humanitarias, decidió dar a mucha gente el refugio que tanto necesitaba.
Dependiendo de cómo se perciba su decisión, la canciller ha pagado un alto precio por ello. Alternativa para Alemania, un partido antiinmigración, antimusulmán y antisemita, es muy popular en algunas partes del país, particularmente en los estados del Este. Allí compite por el primer y segundo puesto entre los partidos políticos. La sacudida hacia la extrema derecha no puede minimizarse como un fenómeno o problema a corto plazo. Así como la decisión de Merkel de abstenerse en la votación de la ONU sobre Libia en 2011 le valió la ira de sus aliados, su política de refugiados cambió el statu quo político de Alemania.
Acogiendo a líderes mundiales en Berlín el 19 de enero, la canciller estaba buscando compensaciones en dos frentes, ambos relacionados: el diplomático y el de los refugiados.
Alemania ha sido criticada por ser un actor pasivo en política exterior –a pesar de que Merkel debería recibir crédito por negociar un alto el fuego, aunque frágil, en el este de Ucrania en 2015–. Sin embargo, precisamente porque se abstuvo durante la votación de Libia en 2011, Alemania ha podido aparecer como neutral en la organización de la conferencia.
Pero hay una gran dosis de realpolitik involucrada. Merkel sabe que la crisis de refugiados está lejos de terminar y que Libia sigue siendo una ruta importante hacia Europa. También sabe, después de varias visitas a la región y muchas discusiones con el presidente francés, Emmanuel Macron, de la combustibilidad del Sahel y cómo supone inmensas amenazas de seguridad para la zona y para Europa. Cuanta mayor es la inseguridad en el Sahel, mayores son los flujos de refugiados y migrantes.
Merkel entra en sus dos últimos años como canciller y su legado podría depender de lograr el fin de la guerra en Libia. Cualquiera que sea el resultado, al final se trata de que Merkel consiga que Alemania se considere, en lo que a política exterior se refiere, como un actor, no como un mero destinatario.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en la sección Strategic Europe de Carnegie Europe.