El presidente de Bolivia, Evo Morales, obsequia al de Ecuador, Lenín Moreno, con un retrato de este último, durante una ceremonia en el parque arqueológico de Cochasquí, en Ecuador, el 25 de mayo de 2017. GETTY

Lenín Moreno, un año después

Simón Pachano
 |  24 de mayo de 2018

Hace un año, cuando Lenín Moreno asumió como presidente de Ecuador, debía enfrentar, sin pérdida de tiempo, cuatro asuntos centrales que podían convertirse en problemas de gran magnitud. La situación económica, la corrupción, el grado de autonomía de su gobierno y la legitimidad de su triunfo electoral –todos ellos interrelacionados– configuraban una agenda que debía ser atendida desde el primer día.

La legitimidad de su triunfo electoral, que en ese momento aparecía como el más acuciante, pronto fue perdiendo peso a causa de dos factores. Por un lado, las denuncias de fraude o irregularidades no se convirtieron en un instrumento político contundente debido a la dispersión, las divisiones y el agotamiento de los partidos de oposición, que nunca tuvieron capacidad para diseñar una estrategia de conjunto. No lo hicieron para la segunda vuelta, cuando tuvieron opciones reales de triunfo, menos podían hacerlo cuando los hechos estaban consumados. Por otro lado, en su condición de presidente electo, Moreno contó con la acción unificada de todos los poderes del Estado que, todavía bajo el control férreo de Rafael Correa, impedían cualquier acción institucional o legal al respecto.

Prácticamente superado el problema de la legitimidad y ya posesionado, se esperaba que sus principales esfuerzos se dirigieran hacia la economía. Los indicadores negativos de los dos años anteriores demostraban claramente que había concluido la época de bonanza. Sin los ingresos de la venta del petróleo en el mercado mundial era imposible continuar con el modelo asentado en el gasto público. Estaba obligado a tomar las medidas correctivas que Correa las había ido aplazando para evitar el costo político. Aunque no fueran orientadas hacia el cambio radical que reclamaban los grupos empresariales y partidos de la oposición, era imprescindible que diera alguna señal en ese campo. Sin embargo, el presidente optó por la continuación de la política de su antecesor, que sostenía que el fantasma de la recesión había sido conjurado. “La mesa queda servida” fue la frase con que le hizo entrega de informes, cifras y personal técnico al nuevo gobernante. En gran parte por desconocimiento, pero sobre todo a causa del peso de los otros factores, Moreno relegó el manejo de la economía. Solamente la abordó al final del primer año.

Por el contrario, en el asunto de la corrupción actuó de manera inmediata y eficaz. La primera y más importante decisión en ese sentido fue el retiro de funciones al vicepresidente, Jorge Glas, cuando este fue involucrado en la trama de Odebrecht. Con ello, a diferencia de su antecesor, que siempre descalificó las denuncias y protegió a los implicados, Moreno envió una señal clara de nula tolerancia a la corrupción y se colocó en una posición distante de cualquier hecho que pudiera afectarle a él y a su gobierno. En adelante sería poco probable que alguien aludiera a los posibles actos ilícitos de una persona que era capaz de prescindir de su más cercano colaborador a causa de denuncias que, para ese momento, aún no eran comprobadas. A la vez, esta medida constituyó un mensaje a los fiscales y jueces, que veían despejado el camino para ejercer sus funciones sin la presión que tuvieron durante los diez años anteriores. Finalmente, la exclusión de Glas neutralizó la estrategia de la sucesión constitucional alimentada por Correa y sus seguidores. Su presencia en la vicepresidencia entrañaba un peligro que debía ser despejado en el menor tiempo posible.

 

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El otro aspecto a resolver, el grado de autonomía de su gobierno, tenía nombre propio. Rafael Correa, que había hecho depender de su liderazgo personal todo el proceso de la Revolución Ciudadana, amenazaba con convertirse en un poder de hecho que manejara los hilos del gobierno. Desde la selección de Glas como compañero de fórmula de Moreno, hasta el nombramiento de exfuncionarios de su gobierno para ministerios y otros altos cargos, pasando por un completo manual de instrucciones contenido en tres tomos, hacían prever una presencia activa que dejaría estrecho margen de acción a Moreno. Por tanto, la neutralización de Correa pasaba a ser un objetivo ineludible si el nuevo presidente quería definir el rumbo de su gobierno. Pero era previsible que cualquier acción en esa dirección provocara una ruptura, que sería demoledora para un gobernante débil, sin control del partido y sin lealtades claras entre los legisladores. Era necesario aplazarla o enfrentarla en otros campos y no de manera directa. La respuesta de Moreno fue cuidadosa pero firme y constante. Comenzó con el retiro de funciones a Glas, siguió con el apoyo a las iniciativas anticorrupción y finalmente se concretó con la difusión de las cifras económicas –en particular de la deuda externa–, que desmitificaban la metáfora de la mesa servida. Con todo ello, Moreno pudo convocar al plebiscito en que, entre otras medidas, se aprobó la eliminación de la reelección indefinida y la inhabilitación política para los funcionarios sancionados por actos de corrupción. La brecha se profundizó, el partido Alianza País se dividió y la disputa se zanjó con un resultado claramente favorable para Moreno.

Solamente cuando estuvieron controlados esos tres factores –legitimidad de su triunfo, corrupción y presencia de Correa–,Moreno pudo dirigir su atención a la economía. Ciertamente, perdió un tiempo valioso, un año completo en el que pudo haber tomado las medidas que sentaran las bases para el resto de su mandato. Pero también es verdad que era muy difícil que pudiera hacerlo antes, debido al peso de los otros factores, especialmente del grado de autonomía de su gobierno. Si en el momento de cumplir su primer aniversario no está completamente definido el respaldo de la bancada legislativa de Alianza País (aún votan en conjunto morenistas y correístas en los asuntos fundamentales), y si no hay condiciones para conformar un gobierno de coalición, mucho menos podía hacer en los meses anteriores.

Las condiciones en que se ha desarrollado y las decisiones tomadas –incluso las no tomadas, dentro de una política de dejar la resolución en manos ajenas o de la inercia de los hechos–, llevan a calificar al gobierno de Moreno como uno de transición. Existen todos los elementos para afirmar que se trata del tránsito desde un régimen de clara tendencia autoritaria, en que el fuerte e inapelable control personal de todos los poderes cerraba el espacio del pluralismo y la intolerancia limitaba la acción política y social, hacia una apertura en términos de libertades y participación. Pero, como ocurre en todas las transiciones, no hay una hoja de ruta previamente escrita. El alineamiento de los actores sociales y políticos, la evolución de la economía y las condiciones del contexto internacional definirán el rumbo y el resultado final. Dentro de eso, como corresponde a un país que tradicionalmente tuvo instituciones débiles, erosionadas durante el decenio anterior, está claro que lo que pueda ocurrir dependerá fundamentalmente de las decisiones del presidente. Superados casi en su totalidad los factores adversos, se configura una nueva situación que le exigirá actuar en múltiples frentes y con una capacidad política que, por lo visto hasta ahora, no le es ajena pero tampoco es suficiente.

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