Vivimos tiempos nada sencillos. Lo dice una persona cuya carrera como corresponsal de guerra se desarrolló en los años setenta y ochenta; un historiador especializado en los grandes conflictos del siglo XX; alguien que dirigió un periódico –The Daily Telegraph– durante la caída de la Unión Soviética y el alumbramiento de un nuevo orden mundial. O un nuevo desorden mundial, a tenor de sus apreciaciones.
La tentación de calificar el presente como indescifrable, al compararlo con un pasado más manejable, aumenta a medida que se cumplen años. A Max Hastings (Londres, 1945) se le perdona por ser el gran historiador que es. Ahora trabaja en un libro sobre la guerra de Vietnam, pero su gran terreno de caza es la Segunda Guerra mundial, asunto al que acaba de volver en su última publicación, La guerra secreta, sobre espías, códigos y guerrillas.
Tiene que ser difícil dar el salto de la “guerra justa” por antonomasia a la “guerra sucia” por antonomasia, como ya la llamaba la izquierda francesa en los años cuarenta. Hastings señala que hay algo de ingenuidad –al menos en Estados Unidos y Reino Unido– en querer presentar la Segunda Guerra mundial como la última “guerra buena”. Desde luego, lo fue hasta cierto punto: el mundo en 1945 estaba mejor sin Adolf Hitler y sin Hideki Tojo, pero en la nómina de los aliados encontramos a Iósif Stalin, indistinguible del primero en su totalitarismo. “Y fueron los rusos quienes llevaron el mayor peso de la derrota alemana”, defiende Hastings. La destrucción del nazismo fue una empresa militar abrumadoramente rusa, con sus más de 20 millones de muertos. Estadounidenses y británicos desempeñaron un papel subordinado; sus muertos no llegaron al millón. El 80% de los soldados alemanes, precisa el historiador británico, murieron a manos del Ejército Rojo.
Max Hastings durante la guerra de las Malvinas, donde marchó con paracaidistas y comandos.
Pasado problemático, presente confuso
“No hay un evento en la historia de América más malinterpretado que la guerra de Vietnam –afirmó Richard Nixon, responsable de dar carpetazo a la implicación estadounidense en el conflicto–. Mal contada en su día, hoy es mal recordada”. EE UU no es el único país que tiene problemas a la hora de lidiar con su pasado. Rusia también: el gobierno de Vladimir Putin ha vedado el acceso a los archivos de la guerra secreta soviética durante la lucha contra el nazismo. Francia es el único gran combatiente de la Segunda Guerra mundial que no ha publicado su historia oficial. Y en España, la aproximación ecuánime a la guerra civil se ha dejado, en numerosas ocasiones, en manos de extranjeros.
Habiendo escrito sobre dos guerras civiles –Corea en su día y ahora Vietnam–, Hastings no se anima a dar el salto a la española. Se excusa diciendo que hay excelentes colegas dedicados a dicha materia –la lista de hispanistas es fecunda: Gerald Brenan, Raymond Carr, Gabriel Jackson, Hugh Thomas, Paul Preston…–, entre ellos su amigo Antony Beevor.
Preguntado sobre si es más difícil ser corresponsal de guerra en tiempos de conflictos híbridos, sin bandos claros y con una miríada de actores implicados –véase Siria–, Hastings asiente, y recuerda que en su época podías recorrer África de cabo a rabo, Oriente Próximo, el Sureste asiático, saltando de un conflicto a otro sin más miedo que el correspondiente. Hoy este ex director de periódicos confiesa que si tuviese que mandar a un corresponsal a Siria se lo pensaría dos veces.
“Las generaciones actuales no vivirán una gran guerra, una guerra total en la que todos tengan que enfundarse un uniforme –pronostica Hastings–, pero tampoco vivirán la paz total”. El futuro lo prevé mestizo. La vieja idea de periodos de guerra y periodos de paz, sucediéndose unos a otros, se acabó. El mundo vivirá en una zona intermedia, según Hastings, lo que no deja de ser un privilegio si se compara con épocas más oscuras. Si acaso, la probabilidad de una ciberguerra ensombrece el horizonte.
Quizá el presente no resulte tan indescifrable para Hastings como cabía esperar, dada su lúcida visión de los desafíos del futuro. Que un historiador tan del siglo XX como él se preocupe por cuestiones tan del siglo XXI como las ciberguerras demuestra que la historia es una maestra de largo aliento. Y que los faltos de años suelen caer en la tentación de juzgar con condescendencia a los sobrados de ellos. Al menos, al principio de los artículos.