Una soldado del ejército ucraniano inspecciona un puente volado en el río Siverskiy-Donets (Bogorodychne, 27 de febrero de 2023). GETTY

¿Le espera a Ucrania una guerra de partición?

Trump parece buscar un acuerdo de paz que implique la partición de Ucrania. Desde Polonia en el siglo XVIII hasta el subcontinente indio en el siglo XX, la Historia demuestra que las particiones traen consigo la violencia y una enemistad duradera.
Nina L. Khrushcheva
 |  11 de diciembre de 2024

A diferencia de su primer mandato en la Casa Blanca, el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, parece decidido a cumplir muchas de sus promesas electorales. Los nombramientos de su gabinete –desde Tulsi Gabbard, afín al Kremlin, como directora de Inteligencia Nacional, hasta el escéptico de las vacunas y amante de las conspiraciones Robert F. Kennedy, Jr., como secretario de Salud y Servicios Humanos– confirman el compromiso de Trump con una campaña de tierra quemada contra las instituciones estadounidenses y los percibidos “enemigos internos”. Y su discurso de victoria sugiere que se toma en serio lo de “poner fin a las guerras” –empezando por la de Ucrania.

Trump lleva mucho tiempo afirmando que pondría fin a la guerra de Ucrania en las 24 horas siguientes a su asunción. Se ha especulado mucho sobre el acuerdo que Trump tiene en mente, y todos los escenarios tienen algo en común: el desmembramiento de Ucrania. Si este tiene que ser el costo de la paz, vale la pena considerar la historia sombría de las particiones territoriales.

Pocos acontecimientos crean una enemistad tan duradera; pocos han causado una violencia más devastadora. Las tres particiones de Polonia que tuvieron lugar a fines del siglo XVIII son, quizás, el paralelismo más cercano de Europa a la visión de Trump sobre Ucrania. A partir de 1772, la monarquía austríaca de los Habsburgo, el Reino de Prusia y el Imperio Ruso se apoderaron de territorio y lo anexaron, dividiéndose entre ellos las tierras polacas y borrando lo que había sido el estado más grande de Europa por masa terrestre.

Ante semejante sometimiento, la resistencia violenta es casi inevitable. Los polacos llevaron a cabo campañas de guerrilla periódicas durante la ocupación, con levantamientos importantes en 1831 y 1863. La resistencia continuó hasta bien entrado el siglo XX, encabezada por las campañas independentistas de Josef Piłsudski –salpicadas por actos de terror– antes de la Primera Guerra Mundial. La enemistad con Rusia, en particular, perdura hasta el día de hoy, y el Kremlin debe responder por la violencia de la época de Stalin contra el pueblo polaco.

En el caso de Francia, albergó odio hacia Alemania durante décadas por la recuperación de Alsacia y Lorena por parte del Kaiser Guillermo I en el nuevo Imperio Alemán tras la guerra franco–prusiana de 1879-71. La reconciliación entre ambos países no comenzó hasta los años 1950, con el surgimiento de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (precursora de la actual Unión Europea) y la OTAN. 

Del mismo modo, la decisión británica de dividir Irlanda, manteniendo la provincia septentrional del Ulster como parte del Reino Unido, incitó a una guerra civil entre quienes estaban dispuestos a ceder Irlanda del Norte, liderados por Michael Collins, y quienes rechazaban cualquier tratado que no concediera a Irlanda la independencia total. Aquella guerra de paz salvaje duró solo dos años, pero dejó un legado de terror –tanto católico como protestante– que terminó recientemente con el Acuerdo de Viernes Santo, negociado por Estados Unidos, en 1998.

Sin embargo, quizá las particiones más brutales se produjeron en Asia en el siglo XX. En 1932, el Imperio de Japón separó Manchuria de la República de China y creó el estado títere de Manchukuo. El despiadado régimen del ejército japonés de Kwantung durante 13 años –que incluyó la esclavitud de millones de personas, perversos experimentos médicos y la matanza masiva de minorías– se convirtió en una especie de modelo para los nazis en Europa del este. Tan profundamente arraigado está el resentimiento chino por la ocupación salvaje del Japón Imperial que, al día de hoy, los líderes chinos lo invocan para atizar la oposición a las políticas del Japón democrático moderno.

Sin embargo, en términos de vidas perdidas directamente por una partición, nada puede compararse a la división del subcontinente indio en 1947, tras la retirada de los británicos, entre India, de mayoría hindú, y Pakistán, de mayoría musulmana. La partición desencadenó una de las mayores migraciones de la historia –que involucró a unos 18 millones de personas–. Los musulmanes se dirigieron a Pakistán (que incluía el actual Bangladesh) y los hindúes y sijs a India. La violencia sectaria –que incluyó violaciones, incendios y asesinatos masivos– causó la muerte de 3,4 millones de personas.

En los 77 años transcurridos desde la partición del Raj británico, India y Pakistán han librado cuatro guerras, la más reciente de las cuales –la llamada Guerra de Kargil de 1999– tuvo lugar cuando ambos países ya poseían armas nucleares. No se vislumbra allí un acercamiento histórico, a la manera de Francia y Alemania.

La partición de Vietnam en 1954 –en una zona norte, gobernada por el Viet Minh comunista, y una zona sur, gobernada por la República de Vietnam– resultó igualmente sangrienta, ya que desencadenó dos décadas de guerra que dejaron hasta tres millones de vietnamitas muertos. (Sorprendentemente, los vietnamitas no parecen guardarle rencor a Estados Unidos, que perdió 58.000 soldados antes de retirarse en 1975, por su papel en su agonía nacional).

Y luego está la partición de Palestina en 1947-48 entre un estado judío independiente y un estado árabe independiente. Esta decisión de las Naciones Unidas desencadenó décadas de hostilidad, opresión, terrorismo y guerras que continúan hasta nuestros días. Basta con mirar las ruinas de Gaza para ver el horrible legado de la partición allí.

Entonces, ¿qué podría representar una partición de Ucrania? En la lucha por su integridad territorial desde febrero de 2022, los ucranianos han demostrado valor y dinamismo, cualidades que, sin duda, pondrán en práctica para reconstruir su país. Pero dada la magnitud de las pérdidas humanas y económicas que han sufrido, será difícil que se sometan en silencio a la idea de la partición. Será especialmente difícil dado que el presidente ruso, Vladimir Putin, no ha ocultado su visión de que Ucrania no es sólo un “país vecino”, sino que “la Ucrania moderna fue creada enteramente por Rusia” y, por tanto, solo debe existir bajo el paraguas ruso.

En cualquier negociación de paz posible en el futuro, los ucranianos saben que la mejor oportunidad para evitar una mayor interferencia rusa es a través de férreas garantías internacionales de seguridad –si no la adhesión inmediata a la OTAN–. Trump parece detestar los actuales compromisos de seguridad de Estados Unidos, pero que este país no ofrezca tales garantías también puede resultar perjudicial para Rusia.

Putin subió al poder tras una guerra devastadora y una insurgencia prolongada en la república rusa de Chechenia, que incluyó atentados terroristas de los separatistas chechenos en Moscú y otras ciudades rusas. Ya en 2022, los ucranianos prometieron una guerra de guerrillas contra Rusia. Sin otras opciones, ese riesgo no hará sino aumentar. Trump debería tratar de persuadir al Kremlin de la necesidad de negociaciones justas; de lo contrario, el terrorismo posterior a la partición puede llegar a Rusia, posiblemente a una escala mayor de la que los chechenos alguna vez imaginaron.

Copyright: Project Syndicate, 2024.
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