Hemos preguntado a un conjunto de científicos sociales latinoamericanos qué tipo de democracias conviven hoy en América Latina. ¿Qué han respondido los siete interpelados por la provocadora pregunta? Cada quien aporta elementos a la reflexión y resulta difícil agruparlos en categorías. Así, Francisco Leal Buitrago ha observado que, al reemplazar a “las dictaduras militares, los gobiernos se han autoproclamado democracias, aunque algunos han alterado los principios que las definen”. En particular, destaca que los países miembros “del ALBA se han caracterizado por gobiernos autoritarios” y resalta la paradoja del caso colombiano: “único país en la región sin populismos ni caudillismos” que, al mismo tiempo, “es el único país que aún mantiene las guerrillas que surgieron hace varias décadas en la región”. En suma, “en América Latina han surgido diferentes regímenes políticos autodenominados democráticos, aunque varios lo son así de manera formal”, dado que “la globalización, la prolongación de la transición hacia un nuevo orden mundial y el auge de grandes empresas transnacionales han debilitado la democracia liberal”.
Para Manuel Antonio Garretón, el surgimiento de las democracias latinoamericanas fue parte de “un proceso refundacional de las relaciones entre Estado y sociedad, cuyo sentido fundamental era apartarse de las políticas neoliberales y resolver el problema de la desigualdad”. Según el autor, diversos países han producido “un retroceso o una descomposición del modelo Estado/sociedad que intentaron”. Bolivia es, según Garretón, “sin duda el caso más exitoso”. La pérdida de legitimidad de las instituciones se ha extendido en la región y “los procesos electorales, más que definir la distribución del poder, aparecen como mecanismos de protesta y, más que decidir sobre cómo se resuelven los problemas, son mecanismos para mostrarlos y denunciarlos”. No obstante, estamos ante un cambio de época, en el que “lo político deja de identificarse con la política; en el que ni las instituciones ni los partidos resuelven el problema de la representación, y donde nuevos sujetos y actores sociales se expresan en parte a través de las instituciones pero en parte significativa no, generando nuevas formas de expresión y autorrepresentación”. En ese nuevo escenario, la democracia resulta devaluada: “el problema de la democracia en nuestros países es mucho menos la amenaza del Estado, que su desaparición como espacio y referente de la acción colectiva y actor dirigente, al caer en manos de los poderes fácticos económicos y mediáticos, transnacionales y nacionales. La democracia (…) deja de ser la forma de organización y distribución del poder político, porque este se halla en otra parte. Es decir, la gran cuestión es no la calidad de la democracia, como argumentan muchos, sino su relevancia”. De cara al futuro, su pronóstico luce poco optimista: de no producirse un cambio en las relaciones Estado/sociedad en torno a la igualdad, “es probable que la democracia institucional en América Latina, la representativa y la participativa, siga perdiendo legitimidad y apoyo y que se multipliquen tanto el aislamiento individualista de tipo consumista como el rechazo a cualquier política, o se incrementen las formas de democracia continua, movilizada o contrademocracia, en un díálogo de sordos con las instituciones y la política formales”.
De inicio, Alberto Vergara declara: “los problemas que atraviesan las democracias latinoamericanas son de distinto tipo y soy escéptico de la posibilidad de encontrar un adjetivo común para calificarlas”. Advierte, sin embargo: “cuanto más conceptualicemos la democracia como un ‘medio’, más se nos aparecerá deficitaria; cuanto más la veamos como un ‘fin’ menos severamente la evaluaremos”; en otras palabras: “Debemos tener cuidado de no exigirle a la democracia más de lo que es capaz de brindar”. Para el autor, “la yugular de la democracia, las elecciones como forma de acceder al poder, está a salvo y goza de una continuidad inédita”, lo que es prueba de que la democracia no está en recesión. El problema, más bien, reside en “las expectativas desmedidas que los estudiosos poseen respecto de las posibilidades de democratización de los países”.
El enfoque de Luis Verdesoto y Gloria Ardaya es bastante distinto al anterior. Para ellos, la democracia “requiere de un procesamiento permanente de la desigualdad social, como condición de sustentabilidad de la igualdad política” y, en el caso latinoamericano, su “gran deuda pendiente corresponde al rubro de las desigualdades de arranque y de oportunidades”. Además, observan, “las instituciones representativas sufren un notable deterioro” que incluye la manipulación electoral y “el gobierno es solamente una prolongación de la campaña electoral pasada y prolegómeno de la siguiente”. En los casos de Venezuela, Ecuador y Bolivia, “grandes procesos (y expectativas) ‘revolucionarias’ han terminado pariendo solamente un ‘recambio’ en la elite política” que “no es uniforme” pero “se caracteriza por la sumisión al nuevo liderazgo caudillista”.
En el caso de Centroamérica, Edelberto Torres-Rivas distingue tres “modalidades” de aquello que prefiere denominar Estado democrático: el modelo posconflicto, en el que ubica a Nicaragua y El Salvador, donde “funcionan formas participativas relativamente avanzadas en relación con sus historias previas”; los casos de “Honduras y Guatemala, que tienen Estados democráticos débiles, poco representativos, permanentemente al borde del colapso”; y el de Costa Rica, donde “funciona con normalidad lo que se puede calificar como el Estado liberal avanzado”. Si se aparta el siempre excepcional caso costarricense, este autor encuentra que los otros cuatro países comparten ciertos rasgos: la continuidad electoral de las últimas tres décadas; el hecho de ser democracias pobres, con tasas de crecimiento que en el largo plazo parecen padecer de un cierto estancamiento; la inestabilidad que relativiza la continuidad democrática; y la retirada “de las fuerzas armadas como corporación y estructuras operativas”. Un quinto rasgo es la gravitación de Estados Unidos en la situación interna de cada país, “resultado de una vinculación dependiente, pero no colonial”.
En el caso de Perú, Julio Cotler observa que el “insólito crecimiento económico” del país no ha impedido el “progresivo deterioro del aparato estatal”: “ese deterioro y el recorte de las atribuciones y de los recursos correspondientes incapacitan al Estado para cumplir con funciones básicas: controlar el territorio, penetrar la sociedad haciendo cumplir la ley, arbitrar los conflictos, atender las necesidades y expectativas sociales”. La distancia del Estado hacia los segmentos populares se refleja en que la inversión pública en educación, salud y seguridad se encuentre ente las más bajas de América Latina.
El texto de Laurence Whitehead advierte en el título: “No un modelo, ni dos, sino un caleidoscopio”, para representar la diversidad de los regímenes considerados “democracias latinoamericanas”, que no convergen hacia un modelo liberal sino “sugieren una tendencia centrífuga o, al menos, el potencial para la emergencia en la región de varios tipos alternativos de democracias parciales, semidemocracias o incluso pseudodemocracias”. Se puede intentar distingos, de manera “muy imperfecta”, diferenciando los gobiernos “del estilo ALBA” de “las democracias más despersonalizadas y con autoridad institucional” que el autor encuentra en Chile, Costa Rica y Uruguay. Pero, admite, “Hablar de modelos alternativos puede evocar una imagen de coherencia y de estructura ordenada que resulta desmentida por la diversidad a lo largo del subcontinente”. El problema para entender la existente variedad reside en haber asumido que todos los procesos políticos de la región desembocarían en un mismo tipo de régimen “consolidado”, para lo cual deberían “incorporar todos los rasgos aprobados de la plantilla democrática liberal”. Se reconoce un conflicto subyacente a la relación entre democracia y mercado o, en otros términos, a la contraposición de los derechos de propiedad con el valor de la solidaridad y su representación por el Estado, conflicto que genera demandas volátiles en torno a redistribución, a ser procesadas “en un contexto democrático flojo” en el que “el Estado de Derecho está devaluado”.
Leídas y releídas con cuidado estas siete respuestas, no obstante los múltiples elementos de interés que ofrecen, subsiste en el lector algo de un apetito insatisfecho. Quizá es el uso excesivo del contexto y del decurso histórico como elemento explicativo. Acaso es que recurriendo a meandros varios se ha esquivado la pregunta central: ¿estamos ante democracias o solo ante regímenes que tienen un origen electoral, no siempre transparente? En otras palabras, aparte de la periódica oportunidad electoral, ¿hasta qué punto, la democracia realmente existente ofrece al ciudadano latinoamericano bienes valiosos?
Solo Alberto Vergara impugna abiertamente ese modo de plantear la pregunta; pero su propuesta resultaría difícilmente convincente para el ciudadano medio. ¿Qué significa una democracia considerada exclusivamente como fin? Es una opción filosófica que viene a ser difícilmente apropiable por ciudadanos que, con derecho, albergan la expectativa de una vida mejor y han creído que la vía política podía ser la manera de acercarse a ella. La democracia como medio para alcanzar fines perfectamente legítimos aparece cuando menos como insuficiente, sino como fracaso, al cabo de 30 años de elecciones continuas en la región.
De allí el acierto de Whitehead al apuntar que las tensiones redistributivas subyacen a diversos conflictos sociales que los politólogos prefieren traducir como “problemas de representación”. Son las demandas que los llamados populismos han encarado mediante fórmulas de reparto no sostenibles y muchos gobiernos han soslayado, abandonando sus promesas. Como resultado, la trayectoria del elector latinoamericano está marcada por ilusiones traicionadas y promesas incumplidas.
Garretón pone un marco importante a la discusión cuando señala que el problema de “calidad de la democracia” –que ha entretenido durante largos años a los politólogos– esconde uno de relevancia. Esto es, han ocurrido mutaciones que han desenfocado el papel del régimen democrático. Pero, eso ha ocurrido también en las llamadas democracias consolidadas que, no obstante, no padecen las insuficiencias y los fracasos de las nuestras. Situar a éstas en un marco compartido por toda democracia, hace perder de vista sus particularidades que probablemente son en cierta medida nacionales.
Es significativo que ninguno de los consultados haya utilizado las categorías “izquierda” y “derecha” para ubicar a los regímenes existentes ni para diferenciar conceptualmente los contenidos de las democracias existentes. Leal califica a los gobiernos “estilo ALBA” como autoritarios, al tiempo que Verdesoto y Ardaya ven en ellos un simple recambio dirigente que “bloquea la modernidad en tanto equidad en el sistema de oportunidades democráticas”. Probablemente Whitehead alude a ellos cuando se refiere a “pseudodemocracias”, uno de los componentes de la diversidad existente.
A la hora del balance, resulta certera la crítica de Whitehead a un modelo conceptual finalista que, sin decirlo de esa manera, sugirió una suerte de camino fijo a seguir hasta llegar a la “democracia consolidada”, noción que aludía discretamente a EE UU y Europa. A partir de esa noción, los científicos sociales hemos pensado los problemas existentes más como insuficiencias respecto del modelo que como derechos ciudadanos incumplidos. Han sido las encuestas periódicas las que se han encargado de mostrar el malestar social con el producto de la democracia, que existe en un ciudadano promedio que no ha leído a los teóricos de la democracia “consolidada”. Ese malestar nos ha devuelto a la realidad vivida en la región, descrita sin eufemismos por los textos de Torres-Rivas y Cotler.
Al final debe destacarse otro hallazgo significativo: entre los participantes no hay propuestas claras para salir de la situación. Ciertamente, el debate no podía agotarse con este ejercicio propuesto desde Flacso-España. Sí se ha logrado fijar algunos de sus términos y, al solicitar respuesta para una pregunta planteada de modo descarnado, probablemente se ha contribuido a ahondar una discusión que importa a todos.