El 4 de diciembre el Tribunal Supremo Electoral resolvió habilitar la candidatura de Evo Morales y de Álvaro García Linera a una cuarta postulación para, respectivamente, la presidencia y la vicepresidencia de Bolivia. Pese a que el 21 de febrero de 2016 una mayoría de bolivianos apoyó mantener el artículo 168 de la Constitución, que prohíbe la repostulación, el Tribunal Supremo ha preferido actuar conforme una resolución del Tribunal Constitucional que, en noviembre de 2017, avaló a Morales y García para una cuarta gestión gubernamental.
Para llegar a este punto, el gobierno de Morales no solo ha tenido que llevar al límite su capacidad de influencia sobre el poder judicial, sino que ha puesto en crisis uno de los elementos centrales de su discurso; su alusión al pueblo al que se supone oye y obedece. De hecho, en los meses previos al referéndum del 21 de febrero de 2016, Morales, seguro de ganar, repetía una y otra vez que era el pueblo quien mayoritariamente respaldaría su repostulación, desafiando a la oposición a respetar los que decidieran los bolivianos. Sin embargo, una vez conocida su derrota en las urnas, Morales y su equipo dieron un giro de 180 grados: optaron por señalar que el pueblo, esa entidad que para Morales tiene las virtudes más excelsas de sabiduría e infalibilidad, había votado engañada por los opositores y por un “cártel de la mentira” compuesta por medios de comunicación.
Bajo esa premisa, Morales se puso a “corregir” el error que había cometido la ciudadanía y optó por presionar al Tribunal Constitucional. Tras un extenso cabildeo, este decidió dar viabilidad a la candidatura de Morales y García, con el argumento de que el artículo 168 violaba los derechos humanos de los mandatarios, que llevan en el poder más tiempo que cualquier otro presidente, incluidos los autócratas.
Con la habilitación de su candidatura bajo el brazo, Morales ha retornado en sus discursos a la lógica del amigo-enemigo, tratando de mostrarse como el genuino representante del pueblo y tildando a los opositores de vendidos al imperio, privatizadores, “vendepatrias” y parientes políticos de la pasada élite neoliberal. En otras palabras, y fiel a un conocido libreto populista, Morales intenta polarizar el ambiente preelectoral, buscando ser el canal por donde fluya el desencanto contra los ricos, los blancos y los privilegiados.
No obstante, una gran incógnita se abre en torno a la efectividad de la estrategia. Quien emite ese discurso es justamente el presidente que más ha hecho por alejarse de la vida normal de una persona proveniente del pueblo: Morales ha dado luz verde a la construcción de un nuevo palacio de gobierno, bautizado como la Casa Grande del Pueblo, ha comprado un avión de lujo y se ha impulsado casas y museos que son una glorificación de su vida política pasada y presente. Nadie se parece tanto como Evo a la pasada élite que se suponía erradicada.
Al mismo tiempo, la apelación al pueblo ha sufrido menoscabo, ya que pese a decir que gobierna obedeciendoló, en el momento en que los bolivianos emiten un mensaje contrario a los intereses de Morales, este opta por desconocerlo y anularlo.
En este contexto, se ha abierto para el MAS una fuerte corriente contraria a su gobierno. A pesar de su desorganización, el partido demostró que puede vencer a Morales tanto en las urnas como en las calles. Asimismo, demostró su poder en las elecciones para las máximas autoridades del poder judicial, en 2011 y 2017, cuando ganaron el voto nulo y blanco que fue la consigna de la oposición. También lo hizo en el referéndum de 2016, cuando ganó el “No” por mayoría absoluta de 51% de los votos. Y finalmente, logró vencer en las calles, con una movilización masiva en enero de 2018, que llevó a que Morales anulara un código de procedimiento penal que promulgado meses antes.
A pesar de esta fortaleza, la oposición, un contrapoder que vigila, evalúa y sanciona permanentemente la gestión de gobierno, no ha podido establecer una organización estable y de largo plazo. Da la impresión de que la oposición partidaria y de colectivos ciudadanos funcional como islas poco articuladas y diferenciadas en lo ideológico, que se conectan para plantar oposición al gobierno en coyunturas muy específicas; una suerte de olas de rebelión que inundan el espacio público, para luego volver a las redes sociales que es donde más y mejor participan en política.
Ante esta carencia se han realizado intentos para establecer una mínima estructura organizativa. Sin embargo, hasta la fecha han tenido poco éxito. En medio de las acciones colectivas contra la aprobación del nuevo Código Penal, en enero se trató de erigir el Comité Nacional por la Defensa de la Democracia (CONADE) que tuvo poca trascendencia. Algo similar pasó recientemente con las movilizaciones y huelgas contra la habilitación de Morales a una nueva postulación por parte del órgano electoral, donde organizaciones territoriales como los comités cívicos intentaron ser el eje de la protesta, aunque sin logros relevantes.
En suma, hay indicios de un grave desgaste del MAS en el poder, sobre todo en su capacidad para circular parte del discurso populista. Asimismo, hay señales de la existencia de una fuerte corriente “anti-MAS”, junto a un sentimiento de agravio en grandes sectores de la ciudadanía debido a la nueva candidatura de Morales y su evidente manipulación de las instituciones. Todo esto puede ser clave en las elecciones de 2019. Sin embargo, está en duda la existencia de un partido y un liderazgo capaces de canalizar ese descontento en la sociedad boliviana.