Tras las primeras proyecciones de resultados en las elecciones municipales en Turquía del pasado domingo, algunos activistas de la oposición no daban crédito a sus ojos: el partido islamista AKP, fundado por el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, se encaminaba a la primera derrota electoral de sus más de dos décadas de historia en unas elecciones nacionales. El principal partido de la oposición, el laico y socialdemócrata CHP, fue el más votado, obteniendo casi un 38% de los votos, por un 35% del AKP. El resultado muestra que, a pesar de la deriva autoritaria de Erdogan en la última década, otra Turquía es aún posible.
La victoria del CHP fue incontestable, pues no solo se hizo con todas las grandes ciudades del país, revalidando su hegemonía en la capital, Ankara, y en Estambul, sino que logró un importante avance en las regiones conservadoras del interior, feudo del AKP. En concreto, el partido fundado por Kemal Ataturk, se impuso en 35 de las 81 capitales de provincia. Este resultado contrasta con su decepcionante derrota en los comicios presidenciales y legislativos de hace diez meses, en los que Erdogan les derrotó por enésima vez en sus más de 20 años en el poder.
Aunque esta vez su nombre no estaba en las papeletas, esta es una derrota personal y dolorosa para el incombustible líder turco. En comparación con las municipales de 2019, el AKP se dejó casi diez puntos y dos millones de votos. A sus 70 años, Erdogan fue omnipresente durante toda la campaña, sobre todo en Estambul, y no dudó en dar una dimensión nacional a la contienda. No en vano, había mucho en juego. Con 16 millones de habitantes, Estambul concentra casi una quinta parte de la población del país y un 30% de su PIB y puede constituir un contrapoder al Gobierno central.
Por eso, la megalópolis tiene la capacidad de propulsar a sus alcaldes hacia la política nacional. Así sucedió con el propio Erdogan en 2002, y lo mismo podría pasar con Ekrem Imamoglu, el carismático alcalde de Estambul, que revalidó su victoria de 2019 al imponerse a su rival, Murat Kurum, un ex ministro de Medio Ambiente del AKP, por más de diez puntos.
La principal conclusión de la contienda es que la democracia continúa bien viva en Turquía. Tras la victoria de Erdogan en las presidenciales del año pasado, la oposición temió que el país se hundiera en un sistema totalitario, como la Rusia de Putin, sin espacio alguno para la disidencia. Sin embargo, las urnas sugieren que el alma democrática del país resiste. De hecho, esa pareció ser la conclusión del propio Erdogan, que exhibió una insólita humildad en su discurso la noche del domingo. En lugar de lanzar una diatriba contra sus adversarios, algo habitual incluso en momentos de éxito, el presidente expresó su “respeto por la decisión de la nación” y aseguró que examinaría las razones de la derrota para resolver los agravios de la ciudadanía.
Los analistas han señalado el maltrecho estado de la economía para explicar el inesperado veredicto de las urnas. A causa de una inflación del 67% y una lira turca muy devaluada, muchos turcos tienen problemas para llegar a fin de mes. El año pasado, la economía ya andaba mal después de años de una errática política económica, pero Erdogan aseguró durante la campaña saber cómo arreglarlo. Tras los comicios, y con las arcas vacías, dio un giro a su política económica y nombró a un nuevo equipo que aplicó unas medidas ortodoxas destinadas a estabilizar las finanzas del país. Ello se ha traducido en más inflación y paro, y la gran duda ahora es si, después del varapalo electoral, Erdogan mantendrá el rumbo.
La percepción de buena parte de la ciudadanía es que las promesas de Erdogan hace un año de un renacimiento económico se han demostrado vacías. Por eso, una parte de su electorado ha decidido castigarlo con la abstención, votando a la oposición o a un partido islamista más radical, el Nuevo Partido del Bienestar, liderado por Fatih Erbakan. Curiosamente, este político es el hijo del que fuera mentor de Erdogan y ex primer ministro del país, Necmettin Erbakan, depuesto por un “golpe blando” del Ejército en los noventa. Fatih Erbakan ha refundado el partido de su padre y, tras romper su alianza con el AKP hace unos meses, lo ha convertido en el tercero más votado del país en estas elecciones (más del 6% de los votos), y la alternativa conservadora para aquellos electores del AKP desencantados.
El partido pro kurdo DEM, con unas nuevas siglas por haber sido ilegalizado de nuevo, obtuvo también un buen resultado, e incluso incrementó el número de alcaldías bajo su control –siempre y cuando no sean disueltas otra vez–. En cambio, los grandes perdedores fueron los partidos ultranacionalistas del MHP e IYI, que se vieron perjudicados por el hecho de que, a diferencia de lo sucedido en las presidenciales del año pasado, esta vez los temas de seguridad nacional, como la inmigración o la insurgencia en el Kurdistán, no acapararon la agenda.
A pesar de su debacle, todavía es pronto para anunciar el fin de larga hegemonía del AKP. Aún faltan cuatro años para las próximas elecciones legislativas y presidenciales, y Erdogan continuará controlando durante este tiempo todos los resortes del poder, incluida la Justicia y los medios de comunicación. Además, la situación económica podría ser muy distinta en 2028, en la próxima cita electoral. Una de las grandes dudas en Turquía es si el presidente cumplirá su promesa y se retirará al fin de su mandato, de aquí cuatro años. De hecho, así le obliga la Constitución, pero en la oposición muchos temen que pergeñará alguna estrategia para intentar permanecer en el poder. En caso de retirada, Imamoglu sería el gran favorito para relevarlo en la presidencia. De hecho, muchos en el CHP lamentaban la noche del domingo que el alcalde de Estambul no hubiera sido el candidato de la oposición el año pasado. Sea como fuere, de momento, el cambio deberá esperar en Turquía, si bien ahora parece una expectativa mucho más realista.