Con el inicio del nuevo año comienza también una nueva etapa en la política brasileña, con la toma de posesión de Jair Bolsonaro, convertido ya en el octavo presidente de la república latinoamericana desde la redemocratización. El ruido y la furia de una campaña electoral marcada por el extremismo y la polarización, principalmente protagonizada por la candidatura de quien acabaría siendo el presidente electo, han dejado paso a un periodo de transición donde el exmilitar ha intentado mostrar una imagen bastante más apaciguadora. En cualquier caso, las dudas sobre las consecuencias que un gobierno de una derecha alternativa, con un proyecto todavía insuficientemente definido, en el mayor país de América Latina puedan tener para la región e incluso para el orden global permanecen en el aíre. También permanece la incertidumbre de cuán lejos el radicalismo de su verbo le llevará en la práctica a forzar las instituciones democráticas, o de si gobernará, como parece encargado de demostrar en los meses que han sucedido a su victoria, contando con ellas. Este escenario dependerá en gran medida de tres factores que hoy permanecen todavía como una incógnita: las condiciones para la gobernabilidad, la viabilidad económica de su proyecto político y, por último, las grandes líneas políticas de su agenda conservadora.
Comenzando por la primera de las incógnitas, cabe mencionar que, debido a las características institucionales del sistema presidencialista brasileño –el conocido como presidencialismo de coalición– cualquier proyecto de gobierno necesita contar con el apoyo de un legislativo fragmentado en una multitud de pequeños partidos de escasa consistencia ideológica. Esto obliga al presidente a intentar formar una coalición lo suficientemente amplia repartiendo ministerios y cargos administrativos a cambio del apoyo para hacer que sus iniciativas legislativas consigan llegar a buen puerto, lo que acaba diluyendo los programas de gobierno y en última instancia favoreciendo la corrupción. Bolsonaro se ha referido a este sistema de forma despectiva como un mercadeo de apoyos, y ha nombrado a la mayoría de sus ministros sin contar con el apoyo de los partidos tradicionales. Para sostenerlo, la estrategia anunciada por el equipo del futuro presidente es la de buscar el apoyo de los grupos parlamentarios informales, conjuntos de diputados y senadores que se agrupan en torno a temáticas sectoriales, como la religión, la legalización del uso de armas de fuego o el apoyo al agronegocio. Sin embargo, estos grupos parlamentarios informales, cuya agenda estaría alineada con las bases programáticas del gobierno Bolsonaro, no son suficientes para obtener la mayoría legislativa. Por tanto, en los próximos meses cabe la posibilidad de una solución de compromiso con los partidos tradicionales, que arrastrados por el vigor de una nueva agenda política se conforman de momento con ocupar los segundos niveles de gobierno. Otra posibilidad es que en algún momento, dichos partidos se aprovechen de la primera debilidad que pueda surgir en el nuevo gobierno para exigir volver a su papel protagonista, amenazando al presidente con la parálisis decisoria.
Sobre la viabilidad económica de su proyecto de gobierno, en primer lugar es importante apuntar que probablemente Bolsonaro se encuentre con una coyuntura más favorable que la de sus predecesores, lo que podrá ser vendido como un logro de su gobierno. Aunque la consolidación fiscal está lejos de ser alcanzada, el efecto rebote de la recesión vivida en los años anteriores pronostica un crecimiento de la economía durante al menos los próximos dos años mediante el aprovechamiento de la capacidad ociosa de las empresas. Esta previsible recuperación, que dista mucho de ser un crecimiento sostenido, tendrá como límite la capacidad del nuevo gobierno para implementar las reformas en favor de la liberalización económica que prometió durante la campaña electoral, y gracias a las cuales fue recibido con el beneplácito de los mercados. Sin embargo, su anunciada política de privatizaciones, que vendió como la panacea para resolver todos los problemas económicos, choca con la tozuda realidad de que hoy día quedan pocas empresas rentables por desestatizar, a excepción de Petrobrás y los bancos públicos cuya venta carece de los apoyos políticos suficientes. La falta de una coalición de apoyo es precisamente también el principal obstáculo para la otra gran reforma colocada en su agenda, que es la del sistema de pensiones, en la que ya fracasó el anterior gobierno de Michel Temer. Para ser llevada adelante necesitaría de una amplia mayoría legislativa, aunque, como fue señalado, solo será conseguida a cambio de concesiones a las élites políticas tradicionales.
Si la necesidad de alcanzar condiciones mínimas de gobernabilidad deja al próximo gobierno de Bolsonaro con un escaso margen de maniobra, incluso para realizar las reformas que le exigen los mercados, cabe preguntarse qué le queda al presidente para llevar adelante una agenda propia. Cabe recordar a este respecto que el futuro presidente de Brasil fue elegido con un discurso en contra del poder establecido, prometiendo que cambiaría las reglas del juego político y moralizaría la política del país. Por tanto, es plausible pensar que la impronta del nuevo gobierno se deje notar en cuestiones morales, y en aspectos simbólicos donde existan más facilidades para movilizar capital político a un costo menor. A este respecto, acciones para limitar la autonomía universitaria, la criminalización de movimientos sociales, la batalla contra los derechos de las minorías o la implantación de una política exterior alineada con los postulados del gobierno de Donald Trump y de la derecha alternativa estadounidense parece que serán la tónica durante su mandato. Estos temas a buen seguro se convertirán en el elemento central del debate político, y serán utilizados como arma arrojadiza contra la oposición, polarizando el debate y dificultando que opciones políticas alternativas aparezcan de forma nítida en la esfera pública.
Por tanto, no es descabellado pensar que el gobierno Bolsonaro, más que convertirse en una verdadera transformación política, en una gran revolución conservadora en América Latina como pretenden sus partidarios, sea una mera continuación de las grandes líneas maestras del anterior gobierno de Temer. Probablemente, la agenda de reformas en favor del mercado iniciada en 2016 continúe con los obstáculos de los peajes necesarios a ser pagados a una élite política acostumbrada a las estrategias de conciliación. La novedad vendrá a la hora de polarizar el debate político apelando a la visceralidad, mediante una serie de políticas que, aun aparentemente simbólicas, tendrán consecuencias impredecibles.