Como si se tratara de un mecanismo de exquisita relojería, entre las 20:10 y las 23:10 del 1 de julio se escenificó en México el cambio político que el país había registrado durante la jornada electoral concluida tras un largo proceso de nueve meses. Un lapso que, a su vez, ponía fin a uno de los sexenios más controvertidos en la reciente historia mexicana por la violencia desatada en el país, la corrupción rampante y los efectos de una severa crisis económica vivida en los primeros tres años. Acotadas entre dos momentos electorales que definieron el cierre de las urnas y la aparición del consejero-presidente del Instituto Nacional Electoral, Lorenzo Córdova, quien había comprometido su presencia con precisión a las 23:00 para informar del conteo rápido realizado en más de 7.000 casillas (mesas electorales) escogidas de manera aleatoria, las referidas tres horas dieron espacio para la presencia sincronizada de los actores relevantes en la liza.
En primer lugar, y con una diferencia de apenas 29 minutos, los candidatos priísta y panista, por este orden, reconocieron la tendencia irreversible y suficientemente clara de los sondeos a pie de urna en favor de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), líder de Morena y candidato de la coalición Juntos Haremos Historia. El candidato de la coalición Todos por México, José Antonio Meade, y el de la coalición Por México al Frente, Ricardo Anaya, habían librado una campaña electoral ríspida con López Obrador, quien encabezó siempre las encuestas de intención de voto. Sin embargo, era el momento del reconocimiento del triunfo de este. Un acto insólito en la democracia mexicana acostumbrada a la desconfianza electoral, la manipulación y las victorias pírricas. Era el momento en que ambos perdedores deseaban al unísono, aunque por separado, “el mayor de los éxitos” al vencedor.
Sin dar lugar a respiro alguno, la intervención de Córdova, envuelta en un tono pedagógico sobre el significado del conteo rápido y tras señalar la obtención de la mayoría absoluta de López Obrador, algo inédito en las últimas tres décadas de competencia política en México, dio paso a la del presidente, Enrique peña Nieto, que certificó el éxito de AMLO en su tercer intento en llegar a Los Pinos.
Justo antes de que el vencedor se dirigiera a la nación en su primer discurso como presidente electo desde un hotel de la Ciudad de México, la cúpula empresarial mexicana también leyó un breve mensaje escenificando el apoyo al nuevo presidente y el compromiso de este de respetar la economía de mercado. El endoso empresarial evidenciaba un inequívoco estado de gracia del viejo líder sindical petrolero de Tabasco y luego jefe del Distrito Federal con el PRD.
Las inmediatas palabras de AMLO llamaron a todos los mexicanos a la reconciliación y anunciaron el inicio de “la cuarta transformación” de la vida pública de México. José Guerrero y Benito Juárez, como símbolos de la independencia y de la revolución liberal tuvieron un hueco en su discurso, faltando solo una referencia a algún icono de la Revolución mexicana que, sin embargo, no dejó de estar presente por su explícita cita a los pobres y al compromiso de su vida pública en favor de ellos.
Si la cita a la “cuarta transformación” y a los profundos cambios podía hacer sentir el fantasma de Hugo Chávez, sus siguientes palabras parecieron estar dirigidas a alejar cualquier fantasma referente al proceso que se inició en Venezuela justo hace 20 años. Los cambios profundos se harán, dijo AMLO, “pero con apego al orden legal establecido”. Aseguró que habrá libertad empresarial y, en materia económica, se respetará la autonomía del Banco de México y se mantendrá disciplina financiera y fiscal. También mantuvo que “se reconocerán los compromisos contraídos con empresas y bancos nacionales y extranjeros” y que los contratos del sector energético serán revisados para prevenir actos de corrupción. La lucha contra esta será el eje fundamental de su presidencia sin que familiares ni correligionarios tengan bula a la hora de ser investigados.
Apenas habían transcurrido tres horas y el escenario político en México había sufrido el cambio más drástico en el último siglo de su historia. Ahora se abre un periodo insólito de cinco meses hasta que la toma de posesión de López Obrador sea efectiva, el 1 de diciembre próximo. Un tiempo exasperante de convivencia entre un presidente, Peña Nieto, absolutamente amortizado, pero jefe del Estado en pleno ejercicio de sus funciones y un candidato que, con más de la mitad del apoyo electoral –en un proceso con una participación en torno al 64%, notable para los parámetros mexicanos–, contará con una mayoría cómoda en el Congreso y con el apoyo de un número importante de los Estados de mayor peso del país.