En las últimas semanas, el cielo sobre San Francisco tenía un coloración lívida rojo-naranja, como si la zona de la bahía y el mítico Golden Gate se hubiesen trasplantado a Marte. En el sur de California, a las cuatro de la tarde el sol se teñía de rosa y el aire olía a humo. La ceniza lo cubría todo como una nevada gris. Eileen Quigley, directora del Clean Energy Transition Institute de Seattle, describía que en la ciudad –la mayor del Estado de Washington y sede de Amazon y Microsoft– el sol no parecía salir ni ocultarse: “El cielo solo se hace un poco más brillante u oscuro, el único modo de saber si el día empieza o termina”. Y ello pese a que Washington tiene la mayor tasa de precipitación pluvial de Estados Unidos.
Cal Fire, la agencia estatal que protege los bosques californianos, sostiene que la culpa de las nubes de humo y ceniza que han cubierto los cielos desde la frontera con Canadá a la de México la tienen los mayores incendios forestales de la historia del país. Solo entre el 15 y el 26 de agosto se quemaron casi medio millón de hectáreas, dos tercios más que en todo 2018, el peor año hasta ahora.
En la actual temporada de incendios han ardido ya más de un millón de hectáreas de bosque, 20 veces más que en 2019. En Oregón, el 10% de sus residentes han tenido que abandonar sus casas para huir de las llamas, y Portland tiene hoy la peor calidad de aire de todas las grandes ciudades del mundo. Las autoridades de Washington y Oregón han recomendado no salir de casa y cerrar puertas y ventanas. Es un consejo prudente. La OMS atribuye a la contaminación del aire la muerte prematura de cuatro millones de personas al año a escala global. Las cenizas han elevado la concentración de partículas tóxicas en el aire de las ciudades californianas hasta los niveles de las ciudades más contaminadas de India y Pakistán.
Según el National Weather Service, la escasa visibilidad por las nubes de humo ha hecho intransitables varias carreteras y autopistas de la costa oeste. Solo en Oregón, unos 35 fuegos se han cobrado una decena de vidas y han destruido por completo los pueblos de Blue River, Detroit, Phoenix y Talent.
En los años noventa, el gasto federal para combatir incendios forestales rondaba los 450 millones de dólares. En 2018, fueron 3.100 millones. Solo en el condado de San Diego ha empleado a unos 14.000 bomberos para combatir los incendios.
Un asesino silencioso
Un estudio de la Universidad de Stanford estima que el número de días con riesgo extremo de incendios se ha duplicado durante el verano por la enorme cantidad de maleza seca y árboles muertos que hay en los bosques, producto a su vez de la sequía y la invasión de escarabajos de la corteza, a los que antes mataba el frío del invierno. En otras palabras, el calentamiento atmosférico.
Históricamente, los grandes incendios forestales en California se producían alrededor de cada medio siglo y ayudaban a regenerar los bosques, al quemar madera reseca y los rastrojos que les sirven de combustible. Eran otros tiempos, anteriores al Antropoceno. Desde 1970, la temporada de incendios en la costa oeste se ha alargado en dos meses y medio. En Alaska, solo en junio de 2019 las llamas arrasaron casi un millón de hectáreas de bosques boreales.
No hay lugar el mundo que escape al fenómeno, como indican los incendios de este año desde el Pantanal brasileño a la Siberia rusa. La razón es clara. Desde 2000, han ocurrido 19 de los 20 años más cálidos desde 1880, cuando comenzaron a llevarse registros fiables. Desde 1980, las olas de calor se han multiplicado por 50 en todo el mundo.
En julio, los termómetros marcaron los 51 grados en Bagdad. El 16 de agosto, en el californiano Death Valley hubo una máxima de 54,4 grados, la más alta registrada nunca en cualquier lugar del planeta. Según la National Oceanic and Atmospheric Administration, las temperaturas medias en California han aumentado dos grados entre 1895 y 2018, el doble de la media mundial.
En Phoenix (Arizona) –la cuarta de las cinco ciudades de mayor crecimiento demográfico en EEUU, lo que ha disparado las áreas cubiertas de asfalto–, en agosto la temperatura mínima no bajó de 32º en la mayoría de las noches del mes.
El calor es un asesino silencioso. En los últimos 30 años ha matado más gente en EEUU que cualquier otro factor climático extremo.
Tornados de fuego
Según la Organización Meteorológica Mundial, hacia 2100 la temperatura media global se elevará entre tres y cinco grados, muy por encima de la meta de dos grados fijada por el Acuerdo de París en 2015. Como resultado, cada año se pierden unos 125.000 kilómetros cuadrados de bosques a escala global, una superficie similar a la de Grecia.
Pese a su formidable poder económico y tecnológico, EEUU es un país especialmente vulnerable. Este año, mientras ardía California, el huracán Laura golpeaba las costas de Luisiana con vientos de 240 kilómetros a la hora, en la duodécima gran tormenta del año, otro récord.
La última sequía en California, que se prolongó entre 2011 y 2019, fue la más larga y seca que se recuerde. Según un estudio de 2019 de Nature Geosciences, mató a unos 150 millones de árboles, sembrando sus bosques de materia inflamable. El calor y la sequedad del aire, por su parte, multiplicaron la frecuencia de las tormentas eléctricas sin lluvia, cuyos rayos actúan como chispas en una pradera reseca. En agosto se produjeron no menos de 11.000 descargas en apenas tres días.
El fin de semana del 16 de agosto, en los condados de Lassen y Sierra se produjo un “tornado de fuego”. Impulsado por vientos conocidos como “diablos”, “sundowners” y “santa anas”, que pueden alcanzar los 75 kilómetros por hora, provocó una columna de humo que se podía ver a decenas kilómetros de distancia. Las aguas azules del lago Tahoe se hicieron grises y el cielo adquirió un tono sepia semejante al que produce un invierno nuclear tras la explosión de una bomba atómica. A diferencia de un huracán, que desaparece tras sembrar la destrucción a su paso, las actuales tormentas de fuego duran semanas y hasta meses.
Todo ello es una consecuencia –trágica pero previsible– del cambio climático provocado por las crecientes emisiones de gases de carbono, un 47% más desde que comenzó la revolución industrial, y que han hecho interminables los veranos de la costa oeste. Entre otras cosas porque el aire caliente en las capas más altas de la atmósfera impide la formación del tipo de nubes que hacen llover.
Señales de humo
La ONU advierte de que para cumplir con las metas de París, se tienen que recortar las emisiones de gases de carbono un 7,6% al año. Antes de la pandemia estaban creciendo al 1,5%. Este año ni siquiera los cierres económicos la acercan al 7,5%. Así, no resulta extraño que los incendios hayan saltado hasta las barreras naturales que suponen los ríos. Pero en Washington nadie puede decir que no estaba advertido. El primer National Climate Assesment (2000) anticipó que el cambio climático aumentaría los riesgos de fuegos incontrolables en la costa oeste.
Según la Academia Nacional de Ciencias, entre 1984 y 2015 se duplicaron las áreas vulnerables en la zona. La propias previsiones de California de 2018 previeron que hacia 2050 arderían un millón de hectáreas anuales. Este año fueron 1.290.000.
Los últimos terraplanistas
Los más optimistas creen que los desastres medioambientales harán que los votantes castiguen en las urnas a una administración que niega las evidencias científicas sobre el calentamiento atmosférico y una de cuyas primeras decisiones fue retirarse del Acuerdo de París.
En medio de los incendios de la costa oeste, Donald Trump firmó una orden ejecutiva que abre a la explotación petrolera el Artic National Wildlife Refuge. Judd Deere, portavoz de la Casa Blanca, ha acusado al llamado Green New Deal impulsado por los demócratas –que planea invertir dos billones de dólares en la transición energética– de querer prohibir “las vacas, los coches y los aviones”. Rush Limbaugh, un comentarista político ultraconservador al que Trump ha concedido la Medalla Presidencial de la Libertad, sostiene que el cambio climático es un invento de ecologistas fanáticos empeñados en controlar las conductas ajenas y que los incendios han sido provocados intencionalmente por “pirómanos antifascistas de la costa izquierda”.
En su visita a Sacramento, Trump negó que la ciencia demuestre que el calor provoca los incendios, culpando de todo al mal manejo forestal de las autoridades californianas. Pero incluso áreas reforestadas para la industria maderera, que disponen de cortafuegos, se han hecho tan inflamables como los bosques silvestres. El gobernador de California, Gavin Newsom, recordó a Trump que el 57% de los bosques del Estado son de propiedad federal.
En agosto, la Environmental Protection Agency (EPA), anuló todas las regulaciones federales sobre emisiones de metano y en abril las limitaciones a las emisiones de motores de combustión. Scott Pruitt, el primer director de la EPA nombrado por Trump, declaró que el CO2 no contribuía al calentamiento global. La financiación federal para investigaciones sobre cómo prevenir incendios forestales se ha reducido a seis millones de dólares anuales, frente a los 12,9 millones de 2017.
Eric Garcetti, alcalde de Los Ángeles, ha acusado a Trump y a sus asesores de ser los “últimos terraplanistas de su generación”. Newsom ha dicho que puede entender que intelectualmente Trump no crea en el cambio climático, pero que no puede negar lo que ven sus propios ojos.
Scientific American, una venerada publicación que se publica desde hace 175 años, ha apoyado por primera vez en su historia a un candidato presidencial –Joe Biden– para impedir la reelección de Trump, al que acusa de rechazar sistemáticamente investigaciones y evidencias científicas.
Un modelo insostenible
Pero las causas de fondo son estructurales. Cuando California pasó a ser el Estado 31 de la Unión en 1850, tenía unos 300.000 habitantes. En el último siglo, pasó de dos a 40 millones de habitantes. Sus 30 millones de vehículos consumen unos 18.000 millones de galones de combustibles fósiles cada año.
Sacar adelante leyes de protección medioambiental es una tarea ardua porque impone sacrificios inmediatos a cambio de beneficios a largo plazo. En una reciente encuesta de Pew, solo el 42% de los votantes dijo que el cambio climático era “muy importante” para su voto en noviembre, frente al 79% que mencionó la economía, la crisis del coronavirus (62%) y la desigualdad racial (52%).
El Estado mínimo y los bajos impuestos tienen un precio. Y muy alto. EEUU ocupa el puesto 32 entre 36 países en su respuesta a la pandemia, según Foreign Policy Analytics. Entre los países que lo hicieron mejor figuran Senegal y Kenia. El Índice de Progreso Social 2020, que mide 50 indicadores de bienestar, coloca al país en el puesto 28 entre 163. En 2011 estaba en el 19.
La negligencia no es solo republicana. En 2018, el condado de Los Ángeles aprobó la construcción de 19.000 viviendas en áreas que Cal Fire considera expuestas al riesgo de incendios. Si la crisis precipita un éxodo de residentes del Golden State y Silicon Valley –sede de Apple, Tesla, Intel…–, el mercado inmobiliario del Estado, valorado en unos 4,4 billones de dólares, sufrirá las consecuencias.
En 2005, el huracán Katrina convirtió a un millón de residentes de Luisiana en migrantes económicos. Unos 250.000 terminaron en Houston, aumentando la población de su zona metropolitana en un 4%.
Las aseguradoras consideran a Miami como la ciudad costera más vulnerable del mundo por el riesgo de subida del nivel del mar. El Urban Institute estima que en 2018 más de 1,2 millones de personas abandonaron sus hogares por razones climáticas. El caudal del Colorado, la principal fuente de agua de 40 millones de personas, viene descendiendo desde hace 33 años, pero aun así la población del Nevada se ha duplicado en ese lapso.
Daños colaterales
En 2017, tras el paso de los huracanes Harvey, Irma y Maria, el Congreso autorizó ayudas de emergencia por valor de 140.000 millones de dólares, que se sumaron a la deuda pública. Según un reportaje de The New York Times, en 1992 el huracán Andrews obligó a compañías de seguros de Florida a pagar indemnizaciones por valor de 16.000 millones a los damnificados. Muchas de ellas, conscientes de que no sería la última vez, rehusaron renovar las pólizas y abandonaron el Estado, lo que obligó a las autoridades locales a crear su propia aseguradora.
Pero cuando los pasivos asumidos alcanzaron los 511.000 millones de dólares, más de siete veces de su presupuesto, Florida comenzó a reducirlos. El problema es que las casas y condominios siguen ahí. Desde 1992, cinco millones de personas se han mudado a sus zonas costeras. Según el National Forest Service, las viviendas cercanas a zona con riesgo de incendio aumentaron un 41% entre 1990 y 2010.
El National Climate Assesment advirtió en 2017 y 2018 que el cambio climático puede reducir un 10% el PIB del país hacia fines de siglo. Según otras estimaciones, la economía puede perder un 1,2% del PIB al año por cada grado que aumenten las temperaturas, reduciendo a la mitad el crecimiento.
Debido a que desde 2015 los incendios han aumento un 180%, este año las aseguradoras californianas han visto desvanecerse en 24 meses sus ganancias acumuladas de 24 años. Y cuando dejan de conceder pólizas, los costes suelen recaer en los contribuyentes. En 2016, el gobierno federal gastó 48 millones de dólares en trasladar a los 80 residentes de la isla Jean Charles, que se está hundiendo frente a las costas de Luisiana. Unos 600.000 dólares por persona.