La insurrección popular que destituyó a la primera ministra de Bangladesh Sheikh Hasina y a su gobierno de la Liga Awami ofrece lecciones importantes para la comunidad internacional y para la vecina India. Si bien los disturbios, sin duda, estuvieron alimentados por las tácticas represivas y cada vez más antidemocráticas del régimen, ejemplificadas por su brutal represión de manifestantes estudiantiles en su mayoría pacíficos, las causas subyacentes del descontento popular muchas veces se pasan por alto.
Las manifestaciones estudiantiles en un principio se centraron en terminar con el sistema de cuotas laborales que reservaba el 30% de los cargos públicos para los veteranos de la Guerra de Independencia de Bangladesh de 1971 y sus descendientes. Aunque el gobierno de Hasina abolió todas las cuotas a través de una orden ejecutiva en 2018, el Tribunal Superior las restableció en junio de este año, lo que dio lugar a manifestaciones masivas. Un mes más tarde, intervino la Corte Suprema para anular la decisión del tribunal inferior y dictaminar que las cuotas se deben reducir al 5% y que el 93% de los empleos públicos debe cubrirse en base al mérito.
Sin embargo, para ese entonces, la brutal represión del gobierno ya se había cobrado la vida de más de 300 manifestantes, entre ellos el activista estudiantil Abu Sayed, lo que alimentó la indignación pública y los pedidos de dimisión de Hasina. El 5 de agosto, Hasina renunció y huyó a India después de que el ejército rechazara su demanda de medidas aún más duras.
La triste ironía es que Hasina –hija del primer presidente de Bangladesh, Sheikh Mujibur Rahman– en su día fue líder estudiantil y activista pro-democracia en contra de un régimen militar. Durante sus cuatro mandatos como primera ministra, presidió una considerable transformación económica, impulsada por un aumento espectacular de las exportaciones de ropa e inversiones significativas en infraestructura, que también provocaron un marcado incremento del empleo femenino. En los últimos 20 años, las tasas de pobreza se han reducido a la mitad y el PIB per cápita de Bangladesh (en dólares estadounidenses de hoy) superó al de India en 2019. El país está a punto de salir de la categoría de “país menos desarrollado” en 2026.
Pero las tendencias autoritarias de Hasina terminaron opacando sus logros económicos. La ejecución de supuestos “extremistas”, junto con los arrestos y desapariciones de abogados, periodistas y activistas a favor de los derechos indígenas que se atrevieron a criticar al gobierno, crearon un clima de miedo que se intensificó durante la elección de 2018.
Tras una mayor erosión de las instituciones democráticas de Bangladesh, la elección de 2024 fue una auténtica farsa. La mayoría de los partidos opositores boicotearon la votación o, en efecto, prohibieron su participación, pero Hasina obtuvo una mayoría aplastante y se garantizó un cuarto mandato consecutivo. A pesar de la falta de legitimidad popular del gobierno, India y otras potencias importantes reconocieron rápidamente el resultado.
La economía tambaleante del país también desempeñó un papel central en la insurrección reciente. En los últimos diez años, la creciente desigualdad y el desempleo, junto con el alza exuberante de los productos de primera necesidad, han intensificado la indignación pública ante el nepotismo y la corrupción desenfrenada. La reticencia obstinada del gobierno a afrontar o incluso reconocer estas cuestiones agravó aún más el sentimiento popular.
Una lección clave de la experiencia de Bangladesh es que el crecimiento acelerado del PIB y la solidez de las exportaciones por sí solos no pueden garantizar una prosperidad generalizada. Cuando los beneficios del crecimiento económico están concentrados en la cima de la pirámide, la mayoría de los ciudadanos apenas perciben mejoras o, inclusive, se encuentran en peor situación, lo que frustra sus expectativas crecientes y subraya la necesidad de una distribución más justa de la riqueza y del ingreso.
Otra lección crucial es que el empleo importa. Crear empleos es importante, especialmente para los jóvenes, pero también es relevante garantizar salarios justos y condiciones de trabajo decentes. Cuando los ingresos de la mayoría de la gente se estancan o decaen, la población tiende a perder la fe en el discurso oficial de dinamismo económico.
El gobierno del primer ministro indio, Narendra Modi, haría bien en aprender estas lecciones, teniendo en cuenta las desigualdades evidentes de ingresos, riqueza y oportunidades de India. Pero Bangladesh también debería servir como una señal de alerta para las organizaciones internacionales y los observadores externos, que muchas veces están excesivamente influenciados por las cifras de crecimiento agregado y la apertura a la inversión extranjera.
Los analistas suelen pasar por alto el papel que ha desempeñado el Fondo Monetario Internacional en las recientes dificultades económicas de Bangladesh. En 2023, Bangladesh obtuvo un rescate de 4.700 millones de dólares de parte del FMI, una medida que, para algunos observadores, fue innecesaria. En un principio, estos fondos estaban destinados a reforzar las reservas de moneda extranjera del país, que se habían agotado debido a la crisis del COVID-19 y al aumento global de los precios de los alimentos y de los combustibles. Pero las condiciones asociadas con el préstamo del FMI, que incluían una mayor flexibilidad del tipo de cambio, provocaron una marcada depreciación del taka bangladeshí y la introducción de una nueva política de precios para los productos del petróleo, lo que terminó desatando un alza de la inflación doméstica.
El FMI también le exigió a Bangladesh reducir su déficit presupuestario, lo que derivó en un recorte fiscal que afectó a los servicios públicos esenciales, incluidos programas sociales críticos. Por su parte, el banco central endureció la política monetaria y subió las tasas de interés para frenar la inflación, ejerciendo una enorme presión sobre las pequeñas y medianas empresas y agravando la crisis de empleo. En junio, el FMI aprobó el tercer tramo del préstamo, por un total de 1.200 millones de dólares, e impuso 33 nuevas condiciones que Bangladesh debe cumplir para recibir los desembolsos restantes.
Si bien estas medidas están supuestamente destinadas a mejorar la “eficiencia” económica y fomentar la confianza de los inversores, la historia sugiere que este tipo de desenlaces son altamente improbables. Por el contrario, las políticas de austeridad defendidas por el FMI han alimentado la inseguridad económica y la indignación popular en todo el mundo en desarrollo. Las protestas masivas y la inestabilidad política que afectaron a países como Kenia, Nigeria y Ghana –que han implementado programas del FMI– subrayan la necesidad imperiosa de que el Fondo reconsidere su enfoque.
Pero la lección política fundamental aquí es que los líderes autoritarios como Hasina no son invencibles. Pueden reprimir protestas democráticas, amordazar a los medios, minar las instituciones independientes e intentar controlar al poder judicial, pero no pueden quedarse en el poder indefinidamente. De hecho, cuanto más despiadados se vuelven estos regímenes, más riesgo corren de sufrir una reacción popular.
En consecuencia, la caída de Hasina debería servir como una advertencia para Modi, un aliado estrecho con tendencias autoritarias propias. Los líderes globales también deberían tomar nota: los costos a largo plazo de alinearse con regímenes antidemocráticos a cambio de un rédito geopolítico muchas veces superan los beneficios de corto plazo.