Miles de muertos, 900.000 desplazados, hambrunas, un 80% de los servicios sanitarios dependientes de ONG y las tasas de mortalidad más elevadas del mundo. Lo que muestran estos datos es un Estado fallido, no un sueño hecho realidad. Y, sin embargo, esto es lo que supuso la creación de Sudán del Sur, el Estado más joven del mundo, en el verano de 2011. No solo para la mayoría de sus habitantes, escindidos del norte del país (que continúa llamándose Sudán) tras una larga guerra civil (1983-2005), sino para Estados Unidos, que apoyó con entusiasmo la resistencia del sur, cristiano, frente al gobierno musulmán de Jartum. La independencia del sur fue defendida por celebridades como George Clooney, pero también por diplomáticos con peso en Washington, como la embajadora de Estados Unidos en la ONU, Susan Rice.
Vista en retrospectiva, la posición de Rice y Clooney resultó, como ha señalado William Walls en el Financial Times, algo ingenua. En diciembre de 2013, una escisión en el gobernante Movimiento de Liberación del Pueblo de Sudán (SPLM) detonó un cruento enfrentamiento entre los seguidores del presidente, Salva Kiir, y los de su –previamente despedido– vicepresidente, Riek Machar. El conflicto se ha convertido en una guerra civil entre los principales grupos étnicos del país: los dinkus a los que pertenece Kiir, y los nuer de Machar. La Misión de las Naciones Unidas en Sudán del Sur (UNMISS) informa de que los asesinatos de civiles, así como el uso de la tortura y las violaciones en masa, son frecuentes a lo largo del país. Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, pidió a finales de 2013 aumentar el contingente de cascos azules en el país. El personal de la ONU ha sido acosado en numerosas ocasiones por el gobierno de Kiir. Aunque la mediación de Etiopía y Kenia logró establecer una tregua el 23 de enero, el repunte de la violencia ha arruinado las perspectivas de paz.
Como trasfondo a la guerra civil está el petróleo. El 80% de los ingresos del Estado provienen de la exportación de crudo, que debe ser transportado a los puertos y refinerías del norte para ser comercializado. Aunque Sudán y Sudán del Sur alcanzaron en marzo un acuerdo respecto a la delimitación de sus fronteras, la guerra civil ha devastado la capacidad de producción del segundo. Rebeldes y gobierno se esfuerzan por dominar el noreste del país, que comprende los Estados de Unity, Jonglei y el Nilo Superior, en los que se encuentran los principales yacimientos petrolíferos. Bor, capital de Jonglei, alterna entre el control del ejército y las fuerzas de Marchar. Un reciente ataque rebelde en Bentiu, capital de Unity, terminó con una masacre étnica. Según informa la ONU, los rebeldes entraron en mezquitas e iglesias, obligando a los civiles refugiados dentro de ellas a declarar su etnicidad. Los que cometieron el error de haber nacido dinkas, e incluso los nuers que se negaron a colaborar en las atrocidades, fueron asesinados. La cifra de muertos ronda las 100 personas.
Episodios como este han acabado con la imagen del país como la niña de los ojos de la comunidad internacional. Incluso China, normalmente reacia a intervenir en asuntos internos de terceros, se ha visto en la necesidad de apoyar los intentos de estabilizar el país. Pekín necesita el petróleo de Juba, y el desplome de la producción en Sudán del Sur ha elevado los precios mundiales de crudo a 110 dólares por barril.
Para EE UU, que apoyó activamente la secesión, el conflicto plantea un dilema moral de difícil resolución; especialmente en el 20 aniversario del genocidio de Ruanda. Aunque una intervención militar queda descartada, es posible que Washington entrene y proporcione apoyo logístico y militar a los gobiernos de Uganda y Etiopía. El primero ya ha intervenido militarmente en apoyo del gobierno de Kiir. Pero esta decisión pudo haber contribuido a arruinar la tregua entre Kiir y Machar, negociada en Addis Abeba el 23 de enero.
Aunque la estabilidad sea el objetivo más urgente, Sudán del Sur necesitará replantear su forma de gobierno si pretende lograr una convivencia pacífica entre sus habitantes. En el país conviven 60 grupos étnicos, por lo que Kiir necesitará flexibilizar su estilo de gobierno tarde o temprano. De no ser así, el país continuará hundiéndose en una espiral de violencia.