Por Juan Tovar Ruiz.
La reelección de Barack Obama supone un triunfo en tiempo de crisis para un presidente bien valorado en cuestiones de política internacional que ha tenido que pasar la mayor parte de su primer mandato disputando batallas internas de carácter económico, mirando de reojo a los datos del empleo de los últimos meses antes de dar por garantizado su triunfo. En este sentido, la victoria de Obama se ha debido tanto a la mejora –si bien frágil– de la economía, la creación de empleo y la imagen de liderazgo proyectada gracias al inesperado fenómeno del huracán Sandy, como a la incapacidad de convencer de un Mitt Romney conocido por su moderación y pragmatismo, arrastrado por la marea ideológica de un Partido Republicano que le requería demostrar en discurso y obra sus supuestas convicciones conservadoras.
Los virajes de Romney en su discurso ha sido difícilmente aceptables para el electorado estadounidense, y han hecho efectiva la crítica demócrata hacia un candidato del que no se sabía claramente lo que pensaba sobre las cuestiones relevantes en estas elecciones: ya sea, la política fiscal, el programa sanitario que apoyó como gobernador de Massachusetts o su posición hacia Estados como China o Rusia. En ocasiones sus contradicciones fueron demasiado evidentes, tanto en el debate sobre política exterior, como a la hora de aglutinar el voto de sectores de la sociedad que van más allá del Partido Republicano. Todo ello perjudicó su imagen de moderación de la que había disfrutado como gobernador. Su derrota parece haber supuesto, además y en caso de haber continuado en la línea defendida en los últimos días, una oportunidad perdida para que un presidente estadounidense republicano retomase la senda trazada en su momento por un sector centrado del mismo, como lo fueron Richard Nixon, Gerald Ford o George Bush padre. En cualquier caso la posición del Great Old Party, pese a todas sus contradicciones, se ha visto considerablemente fortalecida respecto de los cuatro últimos años.
Si el partido republicano ha experimentado evidentes cambios, lo mismo puede decirse del propio presidente Obama. No es el mismo que ganó las elecciones hace en 2008, cuando planteó en su discurso inaugural la idea de que “el mundo ha cambiado y debemos cambiar con él”. Más allá de las considerables canas que la edad, el poder y el trabajo le han dejado, los cuatro años de gobierno le han convertido en un estadista que no vive de las ilusiones que supuestamente despertaba su discurso electoral, sino de las realidades de este tiempo. La retórica ha pasado a un segundo plano y las acciones prácticas han sido centrales en los debates electorales.
La nueva victoria de Obama carece de la magia o la ilusión de hace cuatro años, cuando un país que quería modificar el sentido de sus políticas, hastiado de dos guerras –más bien, dos costosísimos procesos fallidos de “nation building”– y en un contexto de crisis económica, apoyó mayoritariamente su elección. Este hecho marcó la primera presidencia de Obama y ha incidido tanto en sus aciertos como en sus errores. El espaldarazo electoral a la reforma sanitaria, su política energética, el matrimonio homosexual o el estímulo económico adoptado frente a la “austeridad” europea podrían fortalecer su posición y decidirle profundizar en las políticas sociales dirigidas a la clase media. Dada la radical oposición y movilización que el Tea Party y sus apoyos en el Partido Republicano habían seguido frente a tales políticas, este no es un logro menor.
La política internacional puede considerarse uno de los haberes de Obama. En este sentido, pese a la actitud distante que algunos de sus críticos internos y externos le han reprochado –o quizá gracias a ella– demostró ser un líder sensato, prudente y pragmático que ha obtenido éxitos sonados como el fin de Osama bin Laden. Asimismo, ha llevado a cabo operaciones de enorme envergadura a efectos de recuperar el liderazgo de Estados Unidos con la retirada de Afganistán e Irak, poner las bases de una incipiente política asiática y llevar a cabo una exitosa estrategia antiterrorista.
En el debe se situan, sin embargo, una política china y un acercamiento a las potencias emergentes que no ha producido resultados tangibles ni notorios beneficios para su país. La Primavera Árabe, con sus luces y sombras, tampoco se sitúa claramente del lado del presidente estadounidense, con la incierta e inestable situación en Libia que acabó con la vida del embajador estadounidense o las dudas planteadas en relación a un Egipto que parece distanciarse de manera relativa del papel de estrecho aliado que ejerció en su momento. El asunto nuclear iraní y las demandas israelíes en torno al mismo requerirán de un pronto tratamiento y posibles soluciones desagradables.
Para los europeos y los latinoamericanos el balance de la elección presidencial puede considerarse agridulce. Entre la población europea, la popularidad de Obama supera con mucho a la de Romney y no existe ninguna apetencia por el retorno de los asesores neoconservadores que provocaron las antiguas divisiones en torno al conflicto iraquí. Pero eso no convierte a Obama un líder particularmente cercano a un área geográfica antaño vital para EE UU, y ahora considerada lejana y carente de interés estratégico salvo en lo que respecta a cuestiones puramente económicas como la salida de la crisis. La ausencia de Europa en los debates electorales ha puesto de manifiesto los problemas estructurales que los europeos podría tener en el futuro para mantener la antigua relación transatlántica. Las pasadas declaraciones y acciones del presidente Obama no ofrecen demasiadas esperanzas. Sin embargo, la falta de resultados de su política asiática podría hacerle girar de nuevo a sus antiguos aliados, aun cuando el eje principal de intereses haya sido desplazado hacia el Pacífico.
Uno de los aspectos más interesantes que podría haberle dado apoyos en este ámbito es la idea –probablemente lo más parecido que Obama tiene a una doctrina– del nation-building inside, planteada también en el debate final sobre política exterior. Dicha doctrina permite aglutinar, al mismo tiempo, las ideas de política interior y exterior sumando sus logros en ambos ámbitos. El fin de los costosos procesos de construcción de democracias fuera de EE UU es el resultado directo de esta doctrina y su principal logro, pero las medidas sociales tomadas por el Obama y su priorización de la política interna también tiene su lugar en dicha definición.
Hoy EE UU ha ofrecido nuevamente con sus elecciones un ejemplo claro de cómo construir una nación desde dentro y sus efectos tendrán repercusiones a nivel global. De ellos mismos depende que el liderazgo estadounidense siga siendo una realidad y no el mantenimiento de una ilusión de tiempos pasados en el marco de un orden internacional cambiante.
Juan Tovar Ruiz es doctor en Relaciones Internacionales por la UAM e investigador posdoctoral de la Universidad Carlos III de Madrid.