El atentado en Buenos Aires, en 1994, contra Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), que costó la vida de 85 personas, fue el mayor de la historia del país latinoamericano y uno de los mayores ataques antisemitas cometidos en el mundo desde 1945. Tras conocerse, el 19 de enero, la muerte en su casa porteña de Alberto Nisman, el fiscal en la investigación del atentado, Sergio Bergman, rabino y congresista argentino, le consideró la “víctima número 86”.
Nisman estaba a punto de presentar ante el Congreso las pruebas que decía tener contra la presidenta, Cristina Fernández, y su ministro de Asuntos Exteriores, Héctor Timerman, por haber firmado en enero de 2013 un “memorando de entendimiento” que aseguraría –dijo el fiscal– “la impunidad de Irán” en el caso AMIA. Según el memorando, a cambio de la retirada de las órdenes de captura que Interpol emitió contra altos funcionarios iraníes a requerimiento de Nisman y de la creación de una “comisión de la verdad” para esclarecer el caso, Buenos Aires firmaría con Teherán un acuerdo de intercambio de petróleo por cereales. Las órdenes de captura de Interpol se habían hecho incómodas para Irán. En junio de 2011, Vahidi fue expulsado de Bolivia, donde asistía a una ceremonia militar. El gobierno de Evo Morales quiso así evitar un conflicto diplomático con Argentina.
La mayoría de analistas coincide en que las acusaciones de Nisman tienen verosimilitud. El fiscal declaró a la prensa que las evidencias contra el gobierno provenían de intercepciones telefónicas con autorización judicial de las negociaciones llevadas a cabo entre el gobierno argentino y el iraní. En un documento hecho público el 14 de enero, Nisman demandó la congelación de 23 millones de dólares de activos de la presidenta Fernández y un permiso para interrogarla a ella y a Timerman.
El fiscal no se andaba por las ramas, lo que siempre le ganó peligrosos –y encumbrados– enemigos. En mayo de 2008, ya pidió la detención del expresidente Carlos Menem, bajo cuyo mandato se cometió el atentado, y del exjuez Juan José Galeano por encubrir a los culpables, que según las conclusiones de su investigación, que hizo públicas en octubre de 2006, eran el exministro de Defensa iraní, Ahmad Vahidi; el exministro de Información, Ali Fallahijan; el exasesor gubernamental, Mohsen Rezai; el exagregado de la embajada de Irán en Buenos Aires, Moshen Rabbani; y el exfuncionario diplomático libanés Ahmad Reza Ashgari.
Con la muerte de Nisman, 21 años después del atentado contra la AMIA, hay pocas posibilidades de esclarecer lo sucedido por una simple razón: va a ser muy difícil sustituir al fiscal en un caso marcado por los encubrimientos, las manipulaciones políticas y la incompetencia. Lo que además anticipa que su propia muerte tampoco se esclarecerá. Ni siquiera dejó una carta.
En mayo de 2014, un tribunal argentino declaró inconstitucional el acuerdo entre Buenos Aires y Teherán, ratificado por el Congreso, después de las duras críticas de las organizaciones judías argentinas –que componen unas 200.000 personas, la cuarta mayor del mundo tras las de Israel, Estados Unidos y Francia– y de que Nisman denunciara que el pacto representaba una “interferencia indebida” del ejecutivo en la esfera judicial. Al final, dado que Interpol no retiró las órdenes de captura que emitió en noviembre de 2007, Irán se desinteresó del asunto.
Sin embargo, la muerte de Nisman va a tener los efectos de una carga de profundidad para el gobierno argentino, ya en su tramo final ante las presidenciales del próximo octubre. Y también por la posible reacción de Israel por la muerte de un magistrado judío argentino que durante sus investigaciones mantuvo estrechos contactos con los servicios de inteligencia israelíes. El portavoz del ministro israelí de Asuntos Exteriores describió a Nisman como un “jurista valiente” que había actuado con determinación. En unas declaraciones al Times of Israel, Nisman había denunciado las numerosas amenazas que recibió de los iraníes.
Para añadir más confusión a un caso muy confuso, el mismo 19 de enero, en un bombardeo israelí en los altos del Golán sirios, morían el general iraní Mohamad Ali Alladdadi y Yihad Mughniyeh, hijo de Imad Mughniyeh, antiguo jefe de las operaciones terroristas y «número dos» de Hezbolá, a quien Nisman acusó de haber dirigido en Buenos Aires el ataque contra la AMIA. Imad fue eliminado por el Mossad en otro asesinato selectivo en Damasco en febrero de 2008, pero Nisman nunca consideró que con su muerte se hubiese hecho justicia a las víctimas argentinas.
Tras acusar a Irán de ser un Estado que apoyaba el terrorismo, Néstor Kirchner designó en 2004 a Nisman para que se hiciese cargo de investigar el caso AMIA. La policía argentina llegó a rastrear en Ciudad del Este, fronteriza con Brasil, pistas que vinculaban a la comunidad libanesa chií tanto con los atentados contra la embajada israelí en Buenos Aires en 1992, que causó 29 muertes, como con el de la AMIA dos años después.
Nisman conectó la decisión del ataque de 1994 con una reunión en 1993 del Consejo de Seguridad Nacional iraní presidida por el líder supremo, ayatolá Ali Jamenei, debido a la decisión de Menem, hijo de sirios musulmanes, de suspender su cooperación con Irán en materia nuclear –transfiriendo tecnología e instruyendo a técnico iraníes–.
En noviembre de 2014 la policía peruana detuvo en Lima a un presunto miembro de Hezbolá que había adquirido y almacenado material químico para la elaboración de artefactos explosivos. El columnista de Clarín Gustavo Sierra asegura que el servicio de inteligencia iraní ha mostrado en los últimos años gran interés por América Latina.
Por Luis Esteban G. Manrique, jefe de redacción de Informe Semanal de Política Exterior.