Si atendemos a los precedentes más cercanos, organizar unos Juegos Olímpicos no garantiza un futuro prometedor, sino más bien todo lo contrario. Cuatro años después de celebrar los juegos de Londres, Reino Unido se encuentra sumido en una profunda crisis de identidad. China, anfitrión de 2008, hoy hace frente a una desaceleración económica de difícil gestión. El caso más destacado es el de Grecia, devastada doce años después de celebrar unos JJOO que, lejos de catapultar al país, contribuyeron a sumirlo en la crisis en que actualmente se encuentra. Brasil, sin embargo, puede romper esta tradición. No porque su futuro augure tiempos mejores, sino porque el país amenaza con desgarrarse en plenas celebraciones, sin esperar siquiera los cuatro años de rigor.
A tres meses del comienzo de los juegos de Río de Janeiro, los problemas son legión. Los cariocas hacen frente a instalaciones que se desmoronan, un sistema de metro que podría no estar listo a tiempo, un aumento de la criminalidad y violaciones de derechos humanos por parte de las autoridades en las favelas de la ciudad. Añádase la posible ausencia de Rusia, sumida en un profundo escándalo de dopaje (Kenia, en una situación similar, ha visto su candidatura aceptada en el último momento). Y, por encima de todo, las tres crisis simultáneas que golpean duramente al país: una de salud pública, resultado de la expansión del virus de zika; una política, causada por el proceso esperpéntico para destituir a la presidenta Dilma Rousseff; y una crisis de crecimiento, derivada del agotamiento del modelo económico brasileño.
La epidemia del zika ha vuelto al primer plano a lo largo del mes. A principios de mayo, el Harvard Public Health Review publicó un artículo del experto en salud pública Amir Attan, en el que se exige la cancelación de los juegos olímpicos. Attan destaca la propagación del virus en la región (con 26.000 casos confirmados, el estado de Río de Janeiro ya es el más afectado del país) y las mutaciones en la cepa del zika como motivos que desaconsejan la celebración de las olimpiadas. El influjo repentino de 500.000 turistas, sostiene, podría agravar la epidemia, amplificando su alcance global. “Los JJOO no tendrían que celebrarse en Río en primer lugar,” señala Theresa Williamson en una sección del New York Times dedicada precisamente a debatir la viabilidad de los juegos.
Igual de grave es la coyuntura política del país. En abril, el legislativo inició un proceso irregular y mal justificado para destituir a Rousseff, reelecta en octubre de 2014 y hostigada por escándalos de corrupción en su Partido de los Trabajadores. El Senado confirmó el 12 de mayo la destitución aprobada en el Congreso, convirtiendo a Michel Temer, hasta entonces número dos de Rousseff (pero perteneciente al derechista Partido del Movimiento Democrático Brasileño), en presidente interino durante los siguientes seis meses. Temer, que acumular un largo historial de corrupción, ha formado un gobierno de corte reaccionario con el que pretende sanear la política brasileña. Tanto el nuevo presidente como los congresistas que le auparon se encuentran más involucrados en escándalos de corrupción que la propia Rousseff.
A estas dos crisis se une la profunda recesión en que se halla sumido Brasil. 2015 fue, con una contracción del 3,8% del PIB, el peor año para la economía brasileña desde 1901. Los primeros movimientos de Temer indican una mayor apuesta por las políticas de austeridad que Rousseff adoptó en 2015, y que continúan siendo profundamente impopulares. Según las proyecciones económicas, la recesión podría agravarse a lo largo de 2016.
El precedente más útil para aproximarse a Río tal vez no sean olimpiadas anteriores, sino el Mundial de Fútbol de 2014, también celebrado en Brasil. Aquel evento, afectado también por la corrupción y fallos organizativos, quedó marcado por un sinfín de protestas contra la (entonces incipiente) crisis del país. Desde entonces la situación ha empeorado notablemente. En Río, Brasil hace frente a una tormenta perfecta.