En un ensayo reciente, el teórico político Corey Robin da un repaso crítico a “los obamanautas”, el equipo de jóvenes supuestamente brillantes que asesoró al presidente de Estados Unidos entre 2009 y 2017. Robin hace un balance tan desolador como entretenido. Obsesionados con series de política-ficción como El Ala Oeste de la Casa Blanca y aferrados a una concepción un tanto abultada de su talento, casi todos los obamanautas se autorretratan como personajes vacuos, incapaces de convertir el poderoso mandato popular que recibió su jefe en una agenda progresista duradera.
El caso de aquella administración es revelador. La presidencia de Barack Obama desembocó en la de Donald Trump y costó a su partido derrotas considerables a nivel regional. Pese a ello, representa la adaptación más exitosa, tras la crisis de 2008, de la tercera vía: la apuesta de la socialdemocracia occidental desde los años 90, cuando amoldó sus exigencias a las de los mercados internacionales y adoptó una línea socio-liberal, compatible con las transformaciones económicas que proclamaban Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
El presente resulta difícil de gestionar para los herederos de la tercera vía. Desregulación y austeridad no cotizan entre los votantes tradicionales –es decir, trabajadores– del centro-izquierda. Las políticas de derechos civiles –matrimonio igualitario, feminismo, ecologismo– con las que mantienen sus credenciales progresistas también las defienden sus rivales verdes y poscomunistas, a menudo de manera más audaz. “La socialdemocracia vive, pues, debajo de una manta electoral muy estrecha,” escribía hace unos años José Ignacio Torreblanca: “si se tapa los pies, le queda el pecho al descubierto, pues las clases medias y los mercados la abandonan; si se tapa el pecho, deja los pies al aire y pierde votos por la izquierda”. El caso más dramático tal vez sea el del socialismo francés: asediado por la izquierda, el centro y una derecha radical que entró con fuerza en su feudo industrial en el norte de Francia, hoy se encuentra prácticamente extinto.
Al mismo tiempo, la tercera vía está lejos de desvanecerse. En los últimos años sus dirigentes han formado lo que Enric Juliana llama el club de las camisas blancas. Algunos, como Matteo Renzi, se han hundido. Otros, como Emmanuel Macron y Justin Trudeau, logran mantenerse en el poder. España es un caso particular: ha pasado de tener dos miembros del club a ninguno. Albert Rivera se estrelló en la repetición electoral y Pedro Sánchez, personaje polifacético, ha aparcado su faceta centrista para ensamblar una coalición de izquierdas que ya no le produce insomnio. O eso parece.
¿Cómo se explica esta divergencia en las fortunas de la tercera vía? Es obvio que intervienen cuestiones nacionales, institucionales o incluso aleatorias. Sin embargo, destaca un elemento común. El centro-izquierda pierde pujanza electoral porque le cuesta reconciliar los intereses de sus dos principales bases de votantes: por un lado, trabajadores industriales, poco cualificados o precarios; por otro, profesionales socio-culturales: clases medias asalariadas, profesores, funcionarios, etc. Como explican los politólogos Jacob Hacker y Paul Pierson, la socialdemocracia también se ha visto debilitada por la pérdida de fuerza de los sindicatos, que en el pasado socializaban y movilizaban a sus votantes. Emerge así lo que Thomas Piketty denomina “izquierda bráhmana”: sus principales votantes, lejos de representar a los parias de la tierra, son ciudadanos con un nivel educativo superior a la media nacional.
De la socialdemocracia al neoliberalismo
La mejor explicación de este proceso se encuentra en Leftism Reinvented, un magnífico estudio sobre las transformaciones del centro-izquierda –originalmente socialista, después keynesiano, finalmente neoliberal– que acaba de publicar la socióloga Stephanie Mudge. El libro desgrana cómo los economistas keynesianos proporcionaban políticas alineadas con las demandas de partidos socialdemócratas, sindicatos y trabajadores: pleno empleo y una expansión gradual del Estado del bienestar. Con la tercera vía, el centro-izquierda apuesta por una agenda económica que no casa con las preferencias de estos votantes, por lo que recurre a competir entre nuevos grupos sociales y a la ayuda de spin doctors, profesionales en comunicación y estrategia política.
Entran en escena las batallas por el “relato” y las operaciones comunicativas, cada vez más barrocas, que permiten gestionar estas contradicciones. En la medida en que sirven para camuflar carencias programáticas del centro-izquierda –en lo que se refiere a defender los intereses de votantes de los que aún depende para ganar elecciones–, estas técnicas necesitan diseñarse con cuidado. Y lo que los ejemplos recientes demuestran es que, para tener un éxito aunque sea relativo, deben adaptarse hábilmente a idiosincrasias nacionales.
Volvamos al ejemplo de Obama. Además de ser una figura carismática y un orador excelente, el primer presidente negro de EEUU encarnaba una historia de superación personal y redención nacional típicamente americana. Complementaba este relato personal poderoso con el apoyo de un sinfín de estrellas de Hollywood. “Me quedé sorprendido, al leer sobre los obamanautas, con lo clave que era para ellos movilizar a famosos” observó Robin recientemente. “Me genera curiosidad cómo de nuevo es esto: no mezclar política y famosos, sino su movilización constante para vender políticas públicas o conseguir que la gente haga cosas, en la manera en que el Estado u organizaciones y movimientos sociales lo hacían en el pasado.”
Las figuras de la tercera vía que se mantienen en el poder lo hacen imitando a Obama. O, mejor dicho, adaptando estas estrategias híper-mediáticas a diferentes contextos nacionales. Trudeau ha construido su “marca” en torno a la imagen de afabilidad friki con que se asocia Canadá: calcetines temáticos, propensión a pedir disculpas por cualquier desliz, personificación del hombre sensible que atiende a las exigencias performativas del feminismo. El relato se abolló estrepitosamente en su campaña de reelección, pero le ha bastado para renovar su mandato. Macron representa un esfuerzo comunicativo similar, pero adaptado a la presidencial imperial francesa y su cultura de grandeur, tan pretenciosa como fascinante. El mandatario galo fue discípulo del filósofo Paul Ricoeur, cita al poeta Paul Valéry en ruedas de prensa y logra que Emmanuel Carrère escriba crónicas sobre sus cavilaciones. Una puesta en escena espectacular, que sin embargo no ha sido suficiente contra el malestar social que genera su agenda económica. Por sugerente que sea el relato, surfear la ola de la tercera vía es hoy un deporte de alto riesgo.
España también es anómala en este aspecto. El proyecto del PSOE en los años 80 puede considerarse un precursor de la tercera vía, pero hoy Sánchez es incapaz de proyectar el gravitas o carisma –por no hablar del número de votos y escaños– necesarios para cabalgar las contradicciones que le supondría gobernar “desde el centro”, por más que lo intente su spin doctor, Iván Redondo. El problema no radica solo en la figura de Sánchez, sino en el trasfondo sobre el que se proyecta su relato. En un país tan complejo a nivel de encaje nacional y territorial como España, y con la crisis catalana pendiente de resolución, resulta muy difícil dar con un relato de país como el de Obama, Trudeau o Macron. Y sin embargo el PSOE, a diferencia de otros partidos de centro-izquierda, retiene a una base importante de votantes en las distribuciones de renta más bajas.
Parte de este éxito se debe a los errores de su principal adversario en la izquierda. Los líderes de Podemos han dedicado más tiempo a la elaboración de discursos y peleas internas que a construir el músculo organizativo necesario para competir entre votantes con menos ingresos. Pero conservar a estos votantes también dependerá del –siempre dubitativo– giro de Sánchez hacia Podemos. En la medida en que el ejemplo de Portugal es extrapolable, abrirse a la izquierda presenta a la socialdemocracia un camino más viable que el equilibrismo de la tercera vía.