Plus ça change, plus c’est la même chose. La publicación de una nueva Estrategia de Seguridad Nacional, el ruido de sables exigiendo armar al gobierno ucraniano y la petición al Congreso para que autorice –retroactivamente– la guerra contra el Estado Islámico han sido los principales hitos en Estados Unidos de un mes centrado en redefinir la política exterior de Barack Obama. Pero también son pantallas de humo destinadas a camuflar sus aspectos más problemáticos; en especial, la intensificación de la guerra en Afganistán.
La Resolución de Poderes de Guerra (AUMF en inglés), enviada al Congreso el 11 de febrero, es el señuelo que merece más atención. Desde 1973, la autorización para librar una guerra corresponde al Congreso americano. En la práctica, los presidentes encuentran resquicios legales para evitar someterse al legislativo y los congresistas delegan su responsabilidad. Las resoluciones de 2001 y 2002, aprobadas en pleno fervor antiterrorista, expandieron los poderes de la presidencia y su capacidad para circunvalar al Congreso. La de 2015 pretende ampliar las opciones del presidente en su lucha contra el EI. Obama ni siquiera necesita la aprobación del Congreso, pero no le costará obtenerla.
La AUMF no está exenta de polémica. De ser aprobada, revocaría la autorización de 2002, que inició la guerra de Irak, pero no la de 2001, más controvertida en sus pretensa de librar una guerra global contra el terrorismo. La autorización de 2001 podría seguir en pie cuando la AUMF expire (tiene una vigencia de tres años). Por encima de todo, la AUMF es deliberadamente ambigua a la hora de identificar un enemigo –el destinatario obvio es el EI, pero la resolución incluye a “fuerzas y personas” asociadas al grupo–, y no establece límites geográficos para combatirlo.
Con semejantes premisas, las restricciones para intervenir en terceros países son mínimas. En Libia, Ansar al Sharia se ha autoproclamado representante del EI. Pero más que una organización cohesionada, “Ansar al Sharia” es un nombre de guerra común a varios grupos armados islamistas. Interpretada laxamente, la AUMF autorizaría a Obama para intervenir en Libia, pero también en Yemen, Túnez, Egipto y Marruecos. Aunque la resolución impide realizar “operaciones de combate terrestre a largo plazo”, como las ocupaciones de Irak y Afganistán, enfatiza la importancia de las operaciones con fuerzas especiales.
Afganistán ya se ha convertido en el laboratorio de esta nuevo modelo de intervención. Estados Unidos ha reducido su presencia a 9.800 soldados y las “operaciones de combate” terminaron oficialmente en diciembre. Pero en 2014 han muerto más civiles que en ningún otro año. Desde octubre –coincidiendo con una operación en la frontera con Pakistán, en la que EE UU accedió a una base de datos cargada de inteligencia sobre las operaciones de Al Qaeda y los talibanes en ambos países–, las redadas nocturnas se han intensificado. Todo indica que, en cuanto llegue la temporada de combate en primavera, la guerra Afganistán se recrudecerá. Pero el público americano apenas será informado. “La guerra oficial para los americanos ha terminado”, asegura un antiguo oficial de seguridad afgano. “Solo continúa la guerra secreta. Y está siendo muy dura”. La Casa Blanca está considerando ampliar los plazos de retirada hasta principios de 2017, coincidiendo con el relevo presidencial.
De cara a la galería, el legado de Obama en política exterior consistirá en terminar dos guerras e impedir el futuro despliegue de ejércitos americanos en la región. En realidad la guerra de Irak continúa bajo otro nombre y formato. La de Afganistán no hace más que empeorar. Y en manos de un presidente –o presidenta– más intervencionista, la AUMF puede convertirse en una carta blanca para la guerra eterna en Oriente Próximo.