El 200 aniversario de Waterloo se celebró sin grandes dramas, aunque no estuvo exento de incidentes menores (como la polémica absurda por el euro belga conmemorativo, la división de Francia respecto a la herencia de Napoleón y el clamor habitual de Reino Unido contra el corso). También sirve para destacar un paralelismo curioso: hoy París ya no es el centro revolucionario de Europa, pero Moscú se reafirma como el bastión conservador del continente. Tenía razón Mark Twain cuando dijo que la historia no se repite, pero rima.
Formada tras la derrota de Napoleón, la Santa Alianza es bien conocida en España. La Rusia zarista, junto a Prusia y el Imperio Austro-Húngaro, encabezaron un matrimonio de conveniencia para defender el viejo orden absolutista dondequiera que fuese amenazado por revoluciones liberales. La alianza, y con ella el conjunto del concierto europeo, funcionaba gracias a la habilidad de unos dirigentes reaccionarios pero realistas, como Talleyrand y von Metternich. En este orden europeo, que el nacionalismo y la unificación alemana terminarían por resquebrajar, Rusia ocupaba un lugar destacado como defensora del antiguo régimen.
No siempre ha sido así. Entre 1917 y 1989, la Unión Soviética ocupó un espacio diametralmente opuesto al de la Rusia zarista. Durante la guerra fría era Estados Unidos quien se presentaba como el defensor de los valores tradicionales –patria, familia, religión– frente a la subversión internacional y atea promovida desde Moscú. Tras la caída del muro de Berlín, EE UU ha usurpado lentamente el papel de la URSS. Con la invasión de Irak en 2003, se consagró como una superpotencia desestabilizadora, volcada en apoyar revoluciones supuestamente democráticas allá donde tiene intereses en juego.
Esa, al menos, es la lectura que hace Moscú. Para Vladímir Putin, maestro de la realpolitik y Metternich en potencia, las “revoluciones de colores” en las repúblicas postsoviéticas no exigen democracia ni expresan un desafecto legítimo: son, sencillamente, operaciones encubiertas de la CIA. En contraposición a EE UU, Rusia se ha posicionado como la principal defensora de la soberanía nacional y el paladín del anti-intervencionismo. Una posición que chocaría con la anexión de Crimea y el apoyo a los secesionistas prorrusos, de no haber sido el Euromaidán, en opinión de Moscú, un golpe de Estado promovido por Washington.
Para EE UU, esta interpretación es poco menos que un delirio febril. La CIA, al fin y al cabo, carece de la capacidad para organizar una oleada de protestas como la que sacudió Ucrania a finales de 2013. Pero las sospechas rusas tienen razón de ser. Es innegable que Washington y Bruselas avivaron las llamas del Euromaidán, visitando a los protestantes y apoyándolos cuando derrocaron ilegalmente a un presidente elegido por las urnas.
Macedonia, ¿tú también?
Si Ucrania es el ejemplo más destacado de este nuevo choque entre revolucionarios y reaccionarios, el más reciente es Macedonia. A principios de mayo, una serie de protestas hicieron tambalearse al gobierno del conservador (y crecientemente prorruso) Nikola Gruevski. Las protestas comenzaron tras la revelación de una serie de escándalos de corrupción. Gruevski ha acusado a Zoran Zaev, líder de la oposición y responsable de las revelaciones, de acceder a ellas mediante la colaboración con los servicios secretos de otro país.
Moscú, como de costumbre, ve la longa manu de la CIA azuzando a los manifestantes. La polémica está servida, poniendo en tela de juicio el acercamiento de Macedonia a la Unión Europea: el 11 de junio, Johannes Hahn, comisario de Ampliación, anunciaba la ruptura de conversaciones para establecer un gobierno de transición en 2016. Macedonia, que en 2001 estuvo al borde de la guerra civil, podría convertirse en un nuevo foco de tensión entre Moscú y Bruselas.
“La guerra global del Kremlin contra la revolución –y no la realpolitik de Moscú– es el mayor obstáculo para la normalización de relaciones entre Rusia y Occidente,” señala Ivan Krastev en el Financial Times. Pero esta hostilidad hacia las revoluciones es la reacción natural de un país que se percibe a sí mismo como débil y acorralado. Quien pretenda afinar el concierto europeo, hoy tan estridente, necesitará hacer un esfuerzo por encauzar las inquietudes rusas.