Dice un refrán inglés que incluso un reloj roto da la hora bien dos veces al día. Algo similar acaba de ocurrir con Donald Trump. El candidato del Partido Republicano vio sus fantasías conspirativas materializarse ante sus propios ojos el 11 de septiembre, en Nueva York, cuando Hillary Clinton, visiblemente mareada, se retiró en plena conmemoración del 15 aniversario del atentado contra las Torres Gemelas. Un vídeo del evento la muestra tambalearse mientras entra en el coche oficial.
Tras descansar en casa de su hija, la candidata del Partido Demócrata reapareció en mejor estado. “Me siento genial. Hace un día precioso en Nueva York”, aseguró. Horas después, su campaña anunciaba que Clinton fue diagnosticada con neumonía el viernes, había sufrido un golpe de calor y deshidratación durante el acto del domingo, y cancelaba su visita a California el lunes y martes.
Las campañas presidenciales requieren meses de esfuerzos sobrehumanos. A sus 68 y 70 años, respectivamente, Clinton y Trump se cuentan entre los candidatos más ancianos de la historia de Estados Unidos. El problema es que, mientras Trump proclama su vigor a los cuatro vientos (“De ser electo, será el individuo más saludable electo a la presidencia”, explica su médico en una carta delirante), la salud de su rival es motivo recurrente de especulación. La rumorología empezó en 2012, cuando Clinton fue operada para extraer un coágulo formado tras desmayarse y sufrir una caída. Dos años después, Karl Rove, el gurú electoral republicano, sugirió que podría haber sufrido lesiones cerebrales, inaugurando un nuevo subgénero dentro de la galaxia de teorías conspirativas sobre los Clinton.
Hasta ahora, la teoría dependía de conjeturas absurdas y cómicas. Desde el domingo, la salud de Clinton se ha convertido en un problema que plantea dudas legítimas sobre su candidatura. Todo ello supone un balón de oxígeno para Trump, que acumulaba un mes de agosto nefasto en campaña, pero llevaba semanas especulando sobre el estado físico de su rival y exigiendo que hiciese pública su historia clínica.
Conspirator-in-Chief
El acierto de Trump hay que atribuirlo al principio del reloj roto antes que a un instinto o perspicacia sobrehumanos. Durante los últimos años, el multimillonario ha abrazado hasta 58 teorías conspirativas: desde encabezar el movimiento que cuestionaba el lugar de nacimiento de Barack Obama (insinuando Kenia en vez de Hawái) a sospechar que la Casa Blanca está asociada con el Estado Islámico, pasando por sugerir que el padre de uno de sus rivales republicanos asesinó a John F. Kennedy. Entre semejante avalancha de ocurrencias, alguna tenía que acertar en algo, aunque fuese tangencialmente. Y en la cosmovisión de Trump, forjada en los tabloids amarillistas de Nueva York, el mareo puntual de Clinton es una prueba fehaciente de que, como acostumbra a decir, “algo está pasando”.
Esta paranoia no deja de ser paradójica, viniendo de un candidato que la combina con dosis sorprendentes de credulidad. Ante la evidencia que apunta a Moscú como responsable de penetrar los sistemas de comunicación del Partido Demócrata y filtrar información sensible antes de que celebrase su convención en julio, Trump ha defendido la inocencia de Vladímir Putin. También es contagiosa: no faltan republicanos que, frustrados con la volatilidad y el extremismo de Trump, ven en él un doble agente de Bill Clinton.
En esta ocasión, los planetas (y las agujas del reloj) se han alineado para que los delirios de Trump hagan mella en su rival. El secretismo con que Clinton ocultó su estado de salud entre el viernes y el domingo refuerza la percepción, muy extendida entre el público americano, de que es una política opaca y deshonesta. A este último episodio se une la investigación del FBI por su uso de un servidor de email privado para recibir información confidencial durante sus años como secretaria de Estado, así como el malestar que generan los conflictos de intereses entre la Fundación Clinton y el matrimonio Clinton. De no ser porque Trump ha hundido su propia popularidad con un sinfín de mensajes racistas y xenófobos, Clinton sería hoy la candidata presidencial peor valorada de la historia.
The coverage of 2016 has had flaws.
But hiding a simple pneumonia diagnosis until forced by events is on team Clinton, not the media.
— David Leonhardt (@DLeonhardt) September 12, 2016
Trump pesca en aguas revueltas. Un 51% del público estadounidense cree que la democracia en su país está “amañada”. Otros candidatos, especialmente el socialista Bernie Sanders, usaron este término para señalar problemas genuinos de la democracia estadounidense, como la influencia desproporcionada que ejercen los grandes intereses económicos en el proceso político. En boca de Trump, el término se ha banalizado hasta convertirse en un lamento incoherente, pero uno que cataliza las frustraciones de muchos estadounidenses con unas instituciones anquilosadas y poco inclusivas.
La dinámica es preocupante. Preparándose para una posible derrota ante Clinton, el candidato republicano ya ha insinuado que su rival podría “amañar” las elecciones, privando a sus seguidores de una victoria legítima. Après Trump, le déluge. La paranoia sembrada durante esta campaña trascenderá al resultado del 4 de noviembre.