La Rusia de Putin, la América de Trump

Darío Valcárcel
 |  8 de marzo de 2017

Rusia es fuerte, muy fuerte: una clave del orden mundial. No solo una pieza necesaria, sino una clave indispensable. ¿Por qué? Rusia es miembro del Consejo de Seguridad, con derecho a veto en las Naciones Unidas; segundo, Rusia es miembro del G-8, las ocho grandes potencias del globo; tercero, Rusia tiene el segundo arsenal atómico del mundo, modernizado, activo, con las conversaciones de desarme si no rotas, sí interrumpidas; cuarto, Rusia tiene, además, unas fuerzas armadas modernizadas, lejos de aquellas que invadían Georgia en 2008; quinto, la dependencia energética europea de Rusia es evidente cada día; sexto, Rusia reparte con China su influencia en Eurasia, cuya importancia futura es decisiva no solo en el terreno de la energía sino en el del combate contra Dáesh; séptima y última consideración, Rusia es una nación gigantesca en manos de Vladimir Putin y su régimen. Hemos mencionado estas razones tanto como claves de la fuerza de Rusia como de nuestra interdependencia.

Aunque en el horizonte veamos a China, son Estados Unidos y Rusia los protagonistas del enfrentamiento global. La victoria de Donald Trump ha cambiado los órdenes de relación en un conflicto, el de Washington y Moscú, que viene de la década de los cincuenta, hace más de sesenta años. Trump y Putin representan a los dos gigantes. Sus relaciones en estos dos meses están llenas de aproximaciones y distanciamientos. Hoy no sabemos dónde desembocará este desacuerdo.

Europa debe jugar un papel. En estas cuestiones vitales, sobran los discursos psicóticos anti-trumpistas o rusófobos. Estamos ante una Rusia más y más compleja para nuestros parámetros. Convive la Patria Rusa de los Zares, con Putin seduciendo a su Iglesia ortodoxa, con la Rusia de la Unión Soviética corruptora, megalómana y pobre, sin libertades ni el menor asomo de seguridad jurídica. La Rusia del poder omnímodo y sin contrapesos. Convive la Rusia que ha conseguido nuestra dependencia energética, con la Rusia fuerte y moderna en sus capacidades militares, en su arsenal nuclear y en los métodos políticos de control e injerencia (hybrid warfare). Todas estas Rusias se reflejan en un elemento común: la ilegal anexión de Crimea.

Rusia tomó la medida de los EEUU de Barack Obama. Tomó la medida a su modo de no prever y de enfrentarse torpemente con Dáesh; a su obsesión fallida por no tener soldados luchando fuera de sus fronteras y menos aún sobre el terreno; a su modo de mirar para otro lado a pesar de las sanciones en la anexión de Crimea; a su pasividad y tardanza en actuar en la tragedia siria, saltándose sus propias líneas rojas; al acuerdo nuclear con Irán, impulsado por Rusia, levantando sanciones eficaces. Recordemos a Israel: “Nuestra amenaza se llama Irán, Irán, Irán…”.

 

Rusia tomó la medida de los EEUU de Obama, a su modo de mirar para otro lado pese a las sanciones en la cuestión de Crimea

 

Hoy todos miramos la relación de Rusia con los EEUU de Trump, con sus apariencias brutales y con su margen de acción democrático difícil y reducido. Quizá sin posibilidad de aprobar su proyectado presupuesto militar con 54.000 millones de dólares de aumento a costa de una reducción, entre otras, del servicio exterior, contestada incluso entre los militares. Es un conjunto de aproximaciones y distanciamientos que no sabemos dónde desembocará.

Ejemplos recientes que necesitan tanto firmeza como conciliación:

1) Rusia hace de nuevo el test. Ha violado abiertamente el tratado NIF para la eliminación de misiles nucleares (1987), desplegando misiles de crucero totalmente operativos, no ya en fase de desarrollo. Los cazas rusos SU-24 sobrevolaron peligrosamente un buque de guerra americano en el mar Negro el 10 de febrero. Rusia ha mostrado también indicios de “agresión” frente a la costa de Connecticut con un buque espía a 12 millas de las aguas territoriales americanas (¿recordamos el portaaviones Almirante Kuznetsov, el 25 de octubre del año pasado, tratando de repostar en Ceuta?).

2) Se han acelerado, casi de modo frenético, los contactos al más alto nivel. Trump-Putin, 28 de enero; Rex TillersonSerguéi Lavrov, Bonn, 16 de febrero: “Encontraremos áreas de cooperación y honraremos nuestros compromisos”; general Joseph F. Dumford, jefe del Estado Mayor Conjunto, con su homólogo Valery Gerasimov, Azerbaiyán, 15 de febrero: “Nos hemos necesitado siempre; incluso en la guerra fría manteníamos un teléfono rojo. Es indispensable mantener las relaciones militares. Necesitamos trabajar juntos frente a Dáesh”.

El dimitido general Michel T. Flynn, después de contactos no claros con Rusia –como el fiscal Jeff Sessions–, es reemplazado en el Consejo Nacional de Seguridad por el prestigioso teniente general Herbert R. McMaster, gran experto preocupado por el rearme ruso. En Rusia se le califica como “la nueva alarma para Rusia y para el mundo”.

El secretario de Defensa, James Mattis, que afirmó en el Senado que “Rusia es la amenaza número uno para EEUU”, visitó Irak el 20 de febrero, desplegando 450 nuevos asesores militares en la campaña contra Dáesh en Mosul y afirmando cómo hay que replantear la relación con Rusia en Siria (Rusia necesitaba estar presente en Siria, avanzar hacia la unión de sirios e iraquíes y facilitar un nuevo acercamiento a Irán: Siria y Libia en el Mediterráneo, Irán en el Caspio y en el golfo Pérsico).

 

 

3) Reuniones al más alto nivel entre el equipo de Trump y los países de la Unión Europea, también con varios miembros de la OTAN. Rusia siempre en el centro de ellas: reunión OTAN con Tillerson y Mattis, 15 y 16 de febrero. El vicepresidente, Mike Pence, estuvo en Múnich el 20 de febrero. Y ya no se habla de la Alianza como “obsoleta”: ahora se afirma que “el compromiso americano con la OTAN es incondicional e inequívoco”, con especial mención de los países Bálticos y de Ucrania.

¿Cuál es o debe ser el papel de Europa? ¿Debemos alarmarnos? Sin duda. ¿Debemos reaccionar, actuar? ¿Somos simples espectadores? Quizá. No nos escondamos detrás del anti-trumpismo o la rusofobia.

Robert Kagan, gran analista conservador americano, publica un alarmante estudio, primero en Foreing Affairs y luego en Brookings Institution, 6 de febrero: “China y Rusia  buscan restaurar el dominio hegemónico que tuvieron en sus respectivos apogeos. Para China esto equivale al dominio de Asia Oriental, con grandes países, Japón, Corea del Sur… Lo cual significa retirar la influencia americana al oeste de las islas Hawái. Para Rusia esto lleva a la influencia hegemónica en Europa Central, en Europa del Este y en Asia Central, que siempre ha considerado parte de su imperio o de su esfera de influencia. Como autocracias que son, China y Rusia se sienten amenazadas por los poderes democráticos en sus fronteras. Ambos miran a EEUU como principal obstáculo a su ambición. Necesitan debilitar el orden internacional liderado por Washington”. Kagan señala, en su artículo titulado “Hacia una tercera guerra mundial” (sin interrogación) que “estos dos intereses encuentran frente a ellos un mundo democrático declinante en su confianza, en su voluntad y capacidad… queremos decir, no capaz de mantener su posición en el sistema internacional dominante desde 1945; garante, entre otras cosas, de las libertades y la estabilidad”. Trump se ratifica en que su obligación está en EEUU, más que en el resto del mundo.

Terminemos citando Tillerson, ante el Senado, 1 de febrero. Interrogado por el senador republicano Marco Rubio, “¿Cree usted que Putin es un criminal de guerra?”, Tillerson contestaba lacónicamente: “Yo no utilizaría ese término”.

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