La desregulación vuelve a estar de moda a ambos lados del Atlántico. Es uno de los pilares principales de la agenda del presidente estadounidense Donald Trump: que ha firmado una orden ejecutiva que exige a las agencias gubernamentales eliminar diez regulaciones por cada una que introduzcan. También es una prioridad para la Comisión Europea, que se ha comprometido a reducir las “cargas administrativas” no menos de un 25%. Y está en todos los medios, incluida la portada de The Economist. Pero ¿es la desregulación tan buena para la competitividad económica como afirman sus defensores?
La búsqueda de reducir la carga regulatoria sobre las empresas no es nueva. Casi no hay un presidente estadounidense que no haya dado pasos en esa dirección. Por ejemplo, Barack Obama firmó una orden ejecutiva sobre “mejora de las regulaciones y de su revisión” con el objetivo de identificar las “herramientas menos gravosas para el logro de los fines regulatorios”. Asimismo, la Unión Europea introdujo ya en 2001 una “agenda para una regulación mejor”.
Pero el ímpetu desregulador actual va mucho más allá, alimentado por la creencia de que a pesar de esfuerzos anteriores por reducir la burocracia, la regulación se ha vuelto cada vez más engorrosa en los últimos años. Los promotores de esta narrativa pueden citar áreas donde las normas se han vuelto más estrictas o complejas, e incluso señalar alguna que parezca a todas luces absurda. Pero aunque en una economía grande y avanzada siempre se pueden encontrar ejemplos de regulaciones molestas, no hay pruebas de un aumento sistemático de la carga regulatoria en los últimos diez años, al menos a juzgar por los indicadores de las principales instituciones financieras mundiales.
Empecemos por el Banco Mundial. En 2004, introdujo para su índice Doing Business una nueva métrica de “intensidad regulatoria”, basada en cientos de factores, por ejemplo la cantidad y el costo de los permisos necesarios para iniciar un proyecto de construcción o constituir una empresa. El índice resultó tan convincente que grandes economías (entre ellas China) diseñaron reformas con el objetivo de mejorar su puntuación. Pero el indicador terminó siendo víctima de su propio éxito: la aparición de irregularidades en los datos (y la presión política resultante) obligaron al Banco Mundial a abandonarlo en 2021.
No quiere decir esto que el indicador de intensidad regulatoria del Banco Mundial no sea útil. De hecho, las irregularidades en los datos afectaban a muy pocos países (entre los que no aparecía ninguna de las grandes economías desarrolladas). De modo que las puntuaciones correspondientes a la primera presidencia de Trump (2016‑20) mantienen su relevancia; y la conclusión es que la agenda desreguladora de Trump tuvo muy poco impacto. Hay que hurgar en los subindicadores detallados para encontrar una mejora marginal en unas pocas áreas.
La OCDE también tiene un sistema de medición de cargas regulatorias. Según sus indicadores de “regulación de mercados de productos” (que también se basan en numerosos subindicadores), la situación regulatoria en Estados Unidos casi no ha variado en un cuarto de siglo (hasta 2023), incluso durante la primera presidencia de Trump y la de su sucesor Joe Biden. Por su parte, la mayoría de los países de la UE han mostrado mejoras.
Habrá quien diga que estos indicadores no logran captar la realidad, ya que no coinciden con las quejas de las empresas ni con la narrativa popular. Si así fuera, entonces la agenda desreguladora tendrá ante sí otro problema: si ni siquiera las mayores organizaciones internacionales, con todos sus recursos y personal, pueden obtener una medición fiable de la carga regulatoria, lo más probable es que la tarea sea imposible. Por consiguiente, no hay modo de medir ni la magnitud ni el efecto de una desregulación.
Sin indicadores fiables, los grandes objetivos de la desregulación quedan casi desprovistos de sentido. Si la administración Trump quiere que se eliminen diez regulaciones por cada una que se introduzca, sin un modo de cuantificar el impacto de cada alternativa, los organismos públicos pueden cumplir la cuota eliminando normas de poca importancia, guías orientativas o memorandos. Y si la Comisión Europea quiere reducir un 25% el costo de las regulaciones, primero necesita conocerlo.
También existe el riesgo de que se abuse de la desregulación para influir en la economía en forma imprevisora o problemática. El impulso desregulador de la administración Trump está centrado en gran medida en el sector energético. A primera vista parece razonable: siendo un sector muy regulado, la desregulación puede ser muy beneficiosa. En principio, esto debería incluir avances en la transición a la energía verde, ya que es común atribuir las dificultades en el despliegue de las energías renovables a obstáculos regulatorios (por ejemplo, la lentitud en la concesión de permisos).
Pero hasta ahora, las órdenes ejecutivas de Trump han usado la desregulación para favorecer a la industria de los combustibles fósiles y poner obstáculos a las energías renovables. Su declaración de emergencia energética nacional agiliza la aprobación de “proyectos de energía”, pero no incluye las renovables en su definición de energía. Además, Trump ha paralizado el arrendamiento de áreas marinas en la plataforma continental exterior para proyectos eólicos y ha suspendido la concesión de licencias para proyectos de energías renovables en terrenos federales.
Como suele ocurrir con Trump, estas medidas son mayoritariamente simbólicas: sólo una pequeña parte de los proyectos de energías renovables se ubican en terrenos públicos, y la energía eólica marina contribuye poco a la generación total de energía en Estados Unidos. Pero aumentan la incertidumbre, sobre todo porque la administración Trump también ha suspendido el pago de subsidios a las energías renovables. Aunque al final se confirmen los subsidios ya concedidos (que en definitiva benefician ante todo a estados bajo control republicano), la prima de riesgo para proyectos de energías renovables en Estados Unidos subirá.
Europa ofrece un contraejemplo de desregulación útil, ya que una combinación de cambios legislativos y coordinación entre burocracias permitió acelerar la concesión de permisos a centrales de energía eólica, con lo que en 2024, Alemania tuvo un récord de nuevas instalaciones.
Ya en el mejor de los tiempos sería improbable que una revuelta populista contra la regulación produzca beneficios sustanciales. Y allí donde la desregulación va orientada a favorecer a grupos de intereses especiales (como parece ser el caso con Trump) lo más probable es que termine siendo perjudicial.
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