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Macron recibe a Scholz en el Palacio de Versalles en la cumbre informal de la Unión Europea para abordar la guerra de Ucrania, celebrada el 10 de marzo de 2022 en Francia). KAY NIETFELD/GETTY

La responsabilidad franco-alemana

Con Macron y Scholz al frente, Francia y Alemania deben enfrentarse a una reformulación profunda de su eje tradicional. Europa no avanza si ambos países no acompasan sus ritmos.
Josep Piqué
 |  25 de abril de 2022

Francia y Alemania se han enfrentado en el campo de batalla en muchas ocasiones, desde que la unificación bismarckiana y la frivolidad de Napoleón III llevaran a la guerra franco-prusiana en 1870. Mientras Bismarck iba culminando su proyecto de una Alemania unida bajo la hegemonía de Prusia, la Francia derrotada dio lugar al fin del Imperio (la farsa después de la tragedia, según Marx), la Comuna de París y a la III República.

Desde entonces, la pugna franco-alemana por la hegemonía continental (con el tradicional apoyo británico al más débil, en este caso, Francia) fue una constante hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Las dos Guerras (1914 y 1939) fueron un continuum de esa pugna, de las que ambas salieron (igual que Reino Unido) profundamente debilitadas, en beneficio de un nuevo orden mundial bipolar encabezado por Estados Unidos y Rusia (a partir de 1917, la Unión Soviética).

Fue la culminación del suicidio de Europa en dos fases y el desplazamiento del centro de gravedad del planeta hacia el Atlántico, primero, y ahora, hacia el Indo-Pacífico.

Después de la devastación y gracias, entre otras causas, al Plan Marshall, Europa Occidental fue saliendo del marasmo y recuperó su vitalidad económica, aunque no política ni militar. La prioridad política se centró en la reconciliación definitiva entre Francia y Alemania y la creación de condiciones para evitar un nuevo enfrentamiento. El primer paso relevante y concreto fue el Tratado de París que creó la CECA, que ponía en común dos antiguos instrumentos de guerra: el carbón y el acero. El siguiente fue aún más profundo: el Tratado de Roma en 1957 que creó la Comunidad Económica Europea e inició la construcción de Europa como un nuevo proyecto político, aunque, pragmáticamente, centrado en lo económico.

Esa reconciliación franco-alemana tuvo dos momentos simbólicos extraordinarios: el Tratado de El Elíseo, firmado en 1953 entre Charles de Gaulle y Konrad Adenauer, y la impactante foto de François Mitterrand y Helmut Köhl cogidos de la mano, en 1984, frente al monumento conmemorativo de la batalla de Verdún, en homenaje a todas las víctimas.

Desde el inicio de la construcción europea, el eje franco-alemán ha sido el motor que ha marcado el ritmo de la misma. En algunos casos, con la crítica de otros Estados miembros (hablando del “directorio” o de “sociedad de socorros mutuos”). Pero una conclusión es clara: Europa, como concepto político, solo es posible si incluye a Francia y Alemania. Puede hacerse, como vemos, sin Reino Unido. O incluso sin Italia o España. Pero el cuerpo europeo solo se sostiene con las dos patas, francesa y alemana. Por ello, los europeístas debemos seguir siempre con mucha atención el devenir político de ambos países.

 

«Desde el inicio de la construcción europea, el eje franco-alemán ha sido el motor que ha marcado el ritmo de la misma»

 

Hay que tener en cuenta que la visión de ambos no es compartida –en algunos casos es incluso opuesta– pero ha permitido ir articulando, pragmáticamente y paso a paso, avances reales en el proceso de integración.

La visión de Francia, desde De Gaulle (y que ahora llega al paroxismo con los planteamientos de Marine Le Pen) ha sido una Europa de “las patrias”, sin auténtica voluntad “federal”, aunque camuflada a menudo por sus aspiraciones hegemónicas derivadas de la grandeur (y de la posesión del arma nuclear). Francia no quiere asumir la realidad de que ya no es una gran potencia y, con más o menos fluctuaciones, ha buscado una autonomía europea contrapuesta al liderazgo de EEUU (que se concreta de manera apabullante en la OTAN), siempre que, evidentemente, estuviera liderada por Francia, desde una perspectiva global. Querer ser lo que no se puede ser, suele no acabar bien y genera frustración. Siempre se dijo que Francia quería liderar Europa, pero no podía y que Alemania sí podía, pero no quería…

Sin embargo, esa pretensión ha descansado en la posición pasiva de Alemania. Como decía Willy Brandt, “Alemania es un gigante económico (ya menos, en términos relativos, en el mundo de hoy) y un enano político”. Y, abrumada por su responsabilidad en las dos guerras mundiales y, fundamentalmente, por el horror del nazismo, no se ha sentido incómoda en ese papel secundario. Por ello, su visión de Europa es completamente distinta: trata de avanzar en la “vía federal”, paso a paso, y sin olvidar el objetivo de no reproducir las condiciones que posibilitaron el ascenso al poder de Hitler. Es decir, sin permitir aspiraciones hegemónicas que fueran más allá del peso relativo de cada uno de los Estados miembros de la UE, primando los avances conjuntos, desde una visión más eurocéntrica que global, en la que prima más la pertenencia a la Alianza que la autonomía estratégica. Por ello, la afirmación de Emmanuel Macron en The Economist, de que la OTAN estaba en “muerte cerebral” fue especialmente mal recibida en Berlín.

Afortunadamente, visiones tan distintas han podido canalizarse con cierta eficacia, gracias muchas veces a acontecimientos que nos ponen ante el espejo de la realidad. Los episodios recientes (la crisis financiera del 2008, la del euro de 2011, la pandemia o, ahora, la guerra en Ucrania) nos han obligado a todos a un ejercicio de responsabilidad y solidaridad impensable con anterioridad.

La Unión Europea empieza a pensarse a sí misma como un actor geopolítico y eso plantea debates muy de fondo en ambos países. Primero, porque su peso en el conjunto no es el del inicio, con solo seis miembros. Ahora somos veintisiete (y algunos en la lista de espera) y el eje de gravedad que, al principio, estaba en torno a Aquisgrán, se desplazó hacia el Atlántico, luego bajó hacia el Sur, subió de nuevo hacia el Norte y, finalmente, se ha situado hacia el centro del continente. Sin embargo, tales desplazamientos no han modificado sustancialmente la responsabilidad de fondo franco-alemana. Sin ellos, ningún avance es posible.

 

«La UE empieza a pensarse a sí misma como un actor geopolítico y eso plantea debates muy de fondo en París y Berlín»

 

Segundo, porque la realidad obliga a ambos a readaptarse y modificar su visión. En el caso de Francia, la constatación de que la defensa y la seguridad europeas pueden y deben avanzar en una mayor corresponsabilidad y autonomía, pero que no es posible garantizarlas sin la OTAN y, por consiguiente, sin EEUU.

Incluso la propia Le Pen ha ido suavizando sus posiciones, a pesar de la animadversión que trasluce hacia Alemania, incluyendo la ruptura del “eje”: desde la salida de Francia de la UE y del euro, ahora ha planteado una reformulación profunda de la Unión, reconvirtiéndola en un revival confuso de la “Europa de las Patrias”. Tampoco plantea ya la salida de la OTAN. Rememorando a De Gaulle, Le Pen plantea hoy “solo” la salida de su estructura militar.

En cualquier caso, una victoria de Le Pen habría sido demoledora para el futuro de Europa, incluyendo una actitud prorrusa inadmisible en los momentos actuales, cuando vemos las atrocidades y los crímenes de guerra cometidos por la Rusia de Vladímir Putin. Afortunadamente, la victoria de Macron –a reserva de los resultados de las legislativas de junio– deja las cosas como estaban y obliga a replantearse una nueva relación con una Alemania “distinta” a la que hemos conocido en las últimas décadas.

El trascendental discurso de Olaf Scholz en el Bundestag el 27 de febrero de este año así lo ilustra. El canciller habla de “un momento decisivo”, un Zeitenwende o cambio de era y un punto de inflexión histórico. Scholz habla en nombre de un gobierno de coalición complejo, pero que puede recibir el apoyo –aunque sea pasivo– de la CDU/CSU. Es decir, de una mayoría apabullante del Bundestag.

 

«Alemania asume que no puede seguir asistiendo como espectador pasivo y que se va acomodando más o menos confortablemente a la evolución de las cosas»

 

Hablamos de la ruptura del principio de no suministrar armas a países en conflicto, dotar a partir de un fondo extraordinario, 100.000 millones de euros este año a gastos en defensa y comprometerse a dedicar el equivalente al 2% del PIB en los años sucesivos, incluyendo una reforma constitucional. Además, Scholz expresó un claro compromiso con los aliados en la implementación unitaria de sanciones significativas a Rusia, aunque ello pueda suponer sacrificios importantes para la población, incluyendo cambios profundos en la política energética y su coordinación con una deseable política energética europea.

Se trata de una ruptura en toda regla con el pasado. Y, lo que es más relevante: la asunción de que Alemania no puede seguir asistiendo como espectador pasivo y que se va acomodando más o menos confortablemente a la evolución de las cosas. Es una revolución, ya que Alemania implícitamente asume que Europa y Occidente necesitan de su mayor liderazgo y compromiso.

Es cierto que cabe cierto escepticismo respecto a la distancia que puede haber entre las palabras y los hechos. El renqueante tránsito hacia una reducción drástica de la dependencia energética de Rusia así lo muestra. El debate político, pero sobre todo moral, que se deriva de pasar de “¿cómo nos afecta económicamente?” a “¿cómo paramos de verdad a Putin?”, sigue estando ahí. Pero hay que darle cierto tiempo al tiempo. Y animar y ayudar a Alemania para que vaya rápido, acompasando la impaciencia francesa con la tradicional inercia alemana.

Así pues, Francia y Alemania deben enfrentarse a una reformulación profunda de su eje tradicional. Esperemos que acierten, porque el conjunto de los europeos lo necesitamos. Europa no avanza si ambos países no acompasan sus ritmos.

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