Este no ha sido un año típico de Eurovisión. La última edición del certamen celebrada en Kiev a mediados de mayo envió al mundo un mensaje cuidadosamente elaborado sobre las aspiraciones europeas de Ucrania, en conflicto abierto con Rusia, expulsada finalmente de la cita musical. El coste por haber politizado la competición, sin embargo, puede ser elevado para los ucranianos. La Unión Europea de Radiodifusión (UER) estudia imponer una multa, retirar la financiación a la televisión pública ucraniana e incluso expulsarlos del concurso durante tres años, hasta 2020, para asegurarse de que ningún país vuelva a secuestrar políticamente el festival. Y aunque Ucrania acabe llevándose la peor parte, Rusia tampoco saldrá indemne.
El certamen acabó convertido este año en una herramienta de propaganda para ambos bandos y en una continuación de la crisis de Crimea y la guerra en el Donbás por otros medios. Rusia juró vengarse del triunfo de Ucrania, Jamala y su 1944 en Estocolmo 2016, tema que evocaba la deportación de los tártaros crimeos ordenada por Stalin durante la Segunda Guerra mundial. El Kremlin eligió para Kiev 2017 a la cantante Julia Samoylova con el objetivo de provocar, conmover y, de paso, mitigar los abucheos que persiguen al país en el festival desde hace años. La intérprete de sonrisa beatífica, sin embargo, sufrió el veto de Ucrania a raíz de su gira por Crimea, en 2015, apoyando la anexión. La Federación Rusa calificó el veto de discriminación hacia las personas con discapacidad.
La UER, mediadora, se sacó de la chistera que la artista vetada pudiera participar vía satélite desde Rusia. El país anfitrión rechazó la propuesta. A los rusos tampoco los satisfizo: alegaron que, con ese cambio repentino de las reglas, por primera vez en Eurovisión los países participantes no competirían en igualdad de condiciones. Moscú, que se negaba a cambiar a la candidata, había creado la tormenta perfecta haciendo de Samoylova el buque insignia de la diversidad. Pura fachada de un Estado que Human Rights Watch ha amonestado por los abusos y abandono legal que sufren 13 millones de personas con diversidad funcional en la Federación Rusa.
Finalmente, el concurso, sin los rusos, perdió 22 millones de espectadores e incontables ingresos para la marca eurovisiva, dejando a Ucrania como la mala de la película. Esta, además de tener que afrontar las sanciones de la UER, solo sumó un beneficio de cinco millones de euros por organizar el festival, insuficientes para una inversión que alcanzó los treinta. Dada la precaria situación económica del país, el descalabro eurovisivo lastrará aún más su recuperación, con numerosos proveedores a los que pagar y una televisión que difícilmente podrá mantener su labor de servicio público por la falta de fondos en su primer año de reestructuración.
Los rusos, por su parte, crecidos en la adversidad, minimizan el castigo de la UER. Y dispuestos a alargar el culebrón hasta la cita del año que viene, han confirmado a Julia Samoylova como su legítima representante.
Poder blando
Eurovisión sirve como instrumento de soft power para expresar el orgullo patrio y confirmar la afiliación europea. Ucrania no solo pretendía demostrar sus capacidades para albergar con éxito este espectáculo mundial, también buscaba convencer a Europa y al mundo sobre la reorientación del país. Tras el movimiento geopolítico que supuso Kiev 2017, la Rada Suprema ha dado luz verde a la nueva política exterior ucraniana, con dos prioridades: los ingresos en la Unión Europea y en la OTAN. Con ello el país busca salvaguardar su integridad territorial, plantar cara a la Federación Rusa y, de paso, hacer saltar por los aires el equilibrio de fuerzas en la región euroasiática.
Más allá de los cálculos políticos, y en un año en el que el cinismo se apoderó del certamen, Portugal, con Salvador Sobral y su Amar pelos dois (“Amar por los dos”) se alzó con el trofeo de cristal, devolviendo a Eurovisión a sus orígenes, cuando la música y la inclusión importaban más que la purpurina y el politiqueo. Primero fue la Eurocopa 2016; luego, la superproducción europea. Desde la entrada del progresista António Costa en el gobierno en 2015, los portugueses vienen cosechando éxitos de poder blando. Con las máximas de calidad, simplicidad y autenticidad, los portugueses vienen demostrando, tanto en el ámbito del deporte como en el de la música y la política, que otro modo de hacer las cosas es posible.