Con la desclasificación del 88% de los documentos sobre el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, merece la pena repasar las teorías entremezcladas en la que sin duda es la conspiración de las conspiraciones en Estados Unidos. Surgieron en el minuto uno. No podía ser de otra forma. América es la tierra de las oportunidades. Cualquier desastre, aunque sea el asesinato del presidente, puede ser rentabilizado. Y más cuando el muerto era lo más parecido a un monarca que los estadounidenses han tenido nunca. Tanto por su corte, encabezada por la elegante Jacqueline Bouvier, como por la distinción de su familia (obviemos con el debido cuidado las andanzas etílicas del patriarca Joseph). Las teorías conspirativas disponían de anclajes sólidos.
Por un lado, JFK contaba con numerosos enemigos, incluido el joven revolucionario Fidel Castro, que ansiaba venganza por Bahía Cochinos. El fracaso del desembarco también provocó la inquina de los anticastristas, ya poderosos en el sur del país. Por si fuera poco, JFK también era detestado por los poderes tradicionales de los Estados del sur. Su posición en la batalla de los derechos civiles era considerada un nuevo episodio de la guerra de secesión, el ataque de la élite de Nueva Inglaterra –además, católica– contra las raíces de una Confederación que aún no había asimilado su derrota. A tan poderosos enemigos deben unirse la omnipresente mafia, capitaneada por personajes tan siniestros como Jimmy Hoffa, cuyo cadáver aún no ha sido encontrado, o el todopoderoso J. Edgar Hoover, quien dirigió el FBI durante casi 50 años. Otra estrella oculta de tan mitificada época fue James Jesus Angleton, padre del contraespionaje, magistralmente retradado por Eric Roth en el guión de The good shepherd. La participación de la URSS suscitó poco debate. La crisis de los misiles acababa de terminar y su involucración, aunque fuera tangencial, habría provocado la Tercera Guerra Mundial. A nadie le interesaba la demostración de una teoría tan dañina y, al mismo tiempo, tan remota. Sin embargo a Castro la destrucción mutua no le importaba ni lo más mínimo. El ego de los dictadores, tantas veces con perfiles psicopáticos, no tiene límites. Incluso su sucesor, el ambivalente tejano Lyndon B. Johnson, fue implicado en varias teorías. Como guinda, añadamos que JFK era un adúltero compulsivo, cuya presa más célebre fue Marilyn Monroe.
La peripecia vital de Lee Harvey Oswald era un regalo envuelto en oro para los conspiracionistas y complementa, con sorprendente precisión, los huecos de su víctima: fue Marine (ahí nació su destreza en el disparo), huyó a la URSS ansiando el alistamiento en la KGB, se casó con una joven rusa, regresó –con sorprendente rapidez– a Estados Unidos, viajó a México DF (por entonces un nido de espías), donde contactó con castristas, soviéticos e, incluso, con la esposa de Octavio Paz, conoció a personajes tan ambiguos como el aristócrata George de Mohrenschildt. Trató, incluso, con círculos anticastristas amigos de Jack Ruby, su futuro asesino. Tan pintoresco periplo fue seguido de cerca, hasta la mismísima Dallas, por la CIA y el FBI, que no encontraron ningún indicio de peligro.
Todos aquellos que conocieron a Oswald coincidían en que era un hombre exaltado, inconstante, con ansias de notoriedad, incapaz de matar a un pajarito, aunque maltratara a su esposa. Un hombre que no podría haber gestionado ni un puesto de perritos calientes y que, por supuesto, nunca interesó a los servicios secretos. Tan unánime afirmación contrasta con el trato con personajes tan singulares y elitistas como el citado De Mohrenschildt.
Por último, y no menos importante, están los interminables dilemas de la bala mágica, la velocidad de la caravana, la película de Zapruder… Si combinamos todos los elementos existe cerca de un 99% de posibilidades de que la conspiración existiera, aunque nadie, pese a la reciente desclasificación de documentos confidenciales, la haya probado. De hecho, un 60% de los estadounidenses cree ciegamente en ella. Pero lo extraño, lo insospechado, las redes de coincidencias cuya unión altera una vida o la historia de Occidente ocurren todos los días a nuestro lado, aunque no lo veamos o prefiramos no verlo. Tal vez haya que resignarse ante lo que parece evidente: la verdad se conocerá dentro de tantas décadas que solo interesará a los historiadores. Y la verdad será, con altas probabilidades, que Oswald actuó solo y alguien, en un lugar incierto, lo sabía y no lo creyó posible o prefirió dejar que la historia actuara.
Regresemos al inicio. Tal vez el gran beneficiado de las teorías conspiranoicas de primera hora fue un tal Mark Lane. Cuando los destinos de JFK y Oswald se cruzaron en Dallas era un abogado de segunda fila, nacido en el Bronx neoyorquino, e involucrado en la defensa de los derechos civiles. La era de Twitter es poco dada a la complejidad, pero no por ello deja de existir. Lane se involucró con serio riesgo personal en causas justas –pasó un breve tiempo en prisión por su defensa de los derechos civiles– pero al mismo tiempo se aprovechó de ellas, convirtiendo su defensa en un cómodo modo de vida. Como todos los triunfadores americanos, en cuanto vio la oportunidad de su vida –el asesinato de JFK– perseveró en ella sin respiro ni descanso. Esa oportunidad era la defensa a ultranza de la conspiración. En el camino encontró aliados tan contrapuestos como la madre de Oswald, que buscaba dinero y notoriedad a toda costa, o el ya anciano Bertrand Russell, III Conde de Russell, Premio Nobel y superviviente del círculo de Bloomsbury. Russell creó incluso un comité con el expresivo nombre Who Killed Kennedy, confiriendo la imprescindible patina de credibilidad europea a las teorías de Lane, además difundidas en un exitoso tour europeo de conferencias.
Si Lane pretendía sembrar la duda lo consiguió, y si quería remontar su mediocre carrera, también. Sus libros sobre el asunto se convirtieron en best-sellers y el nivel de sus defendidos, y las correspondientes tarifas, ascendieron en progresión geométrica. De hecho, la madre de todas las escenas cinematográficas conspiranoicas, la que presenta al gran Donald Sutherland paseando junto a Jim Garrison (un aceptable Kevin Costner) en un parque de Washington DC, mientras le relata las tropelías de la CIA no existiría sin la imaginación –no carente de datos, porque toda buena conspiración tiene parte de realidad– de Lane. Gran parte de esa realidad provenía, como explica el arduo y serio trabajo de Philip Shenon en JFK Caso Abierto de las limitaciones de la investigación, que dejaron muchos flancos abiertos, tanto por miedo a que una conspiración fuera demostrada y el remedio fuera peor que la enfermedad como por temor a las responsabilidades personales causadas por actitudes poco diligentes, incluso ineptas, y por un respeto reverencial –comparado por los más audaces de la comisión de investigación con el que se profesaba a los monarcas absolutos– hacia la familia Kennedy. Si combinamos la inexistencia de la tecnología actual, los notables fallos del FBI y la CIA y el poco interés de los investigadores en generar conflicto es fácil concluir que la conspiración pocas veces han tenido una oportunidad igual.
La Familia (con mayúsculas) pudo haber impulsado, y más tras el posterior asesinato de Robert Kennedy, una investigación concienzuda, pero se mantuvo extrañamente al margen. Parecía importarle más la permanencia de la saga que escarbar en una verdad tan intrincada. Jackie buscó la protección del armador griego Aristoteles Onassis. Su hijo y heredero, John John Kennedy, apuntaló el destino trágico de la familia y se estrelló con su avión privado un día de tormenta.